Cuando Dios creó a Adán y Eva, ellos eran perfectos en todos sentidos y vivían literalmente en un paraíso, el Jardín del Edén (Génesis 2:15). Dios creó al hombre a Su imagen, significando que también tenían la libertad para tomar decisiones y elegir por su propia voluntad. Génesis 3 describe cómo Adán y Eva sucumbieron a las tentaciones y mentiras de Satanás. Al hacerlo, ellos desobedecieron la voluntad de Dios al comer del árbol del conocimiento del cual se les había prohibido: “Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.” (Génesis 2:16-17). Este fue el primer pecado cometido por el hombre, y, como resultado, toda la raza humana está sujeta tanto a la muerte física como a la muerte espiritual, en virtud de nuestra naturaleza pecadora heredada de Adán.
Dios declaró que todos los que pecaran morirían, tanto física como espiritualmente. Este es el destino de toda la humanidad. Pero Dios, en Su gracia y misericordia, proveyó una salida para este dilema, y derramó la sangre de Su perfecto Hijo en la cruz. Dios declaró que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión.” (Hebreos 9:22), pero la remisión es provista a través del derramamiento de sangre. La Ley de Moisés (Éxodo 20:2-17) proveía una forma para que la gente fuera considerada “sin pecado” o “justa” a los ojos de Dios – la ofrenda de animales sacrificados por el pecado. Estos sacrificios fueron solo temporales, aunque, realmente eran una prefiguración de lo perfecto, del sacrificio de Cristo en la cruz, hecho una vez y para siempre (Hebreos 10:10).
Esto es por lo que Jesús vino y por lo que Él murió, para convertirse en el último y final sacrificio, el perfecto sacrificio por nuestros pecados (Colosenses 1:22; 1 Pedro 1:19). A través de Él, la promesa de la vida eterna con Dios se vuelve efectiva a través de la fe de aquellos que creen en Jesús, “para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes.” (Gálatas 3:22). Es a través de la fe en la sangre de Cristo derramada por nuestros pecados, que recibimos la vida eterna. “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.” (Efesios 2:8-9).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario