INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA
LIBRO
I CAPITULO
XIII
LA
ESCRITURA NOS ENSEÑA DESDE LA CREACIÓN DEL MUNDO QUE EN LA ESENCIA ÚNICA DE
DIOS SE CONTIENEN TRES PERSONAS
Lo
que la Escritura nos enseña de la esencia de Dios, infinita y espiritual, no
solamente vale para destruir los desvaríos del vulgo, sino también para
confundir las sutilezas de la filosofía profana. Le pareció a un escritor
antiguo' que se expresaba con toda propiedad al decir que Dios es todo cuanto
vernos y también lo que no vemos. Al hablar así se imaginó que la divinidad
está desparramada por todo el mundo. Es cierto que Dios, para mantenernos en la
sobriedad, no habla con detalles de su esencia; sin embargo, con los dos
títulos que hemos nombrado - Jehová y Elohim - abate todos los desvaríos que
los hombres se imaginan y reprime el atrevimiento del entendimiento humano.
Ciertamente que lo infinito de su esencia debe espantarnos, de tal manera que
no presumamos de medirlo con nuestros sentidos; y su naturaleza espiritual nos
impide que veamos en Él nada carnal o terreno. Y ésta es la causa por la que
muchas veces indica que su morada es el cielo. Pues, si bien por ser infinito
llena también toda la tierra, sin embargo, viendo que nuestro entendimiento,
según es de torpe, se queda siempre abajo, con mucha razón, para despertarnos
de nuestra pereza e indolencia, nos eleva sobre el mundo, con lo cual cae por
tierra el error de los maniqueos, que admitiendo dos principios hicieron al
diablo casi igual que Dios. Pues esto era deshacer la unidad de Dios y limitar
su infinitud. Y por lo que hace a los textos de la Escritura con los que se
atrevieron a confirmar su opinión, en ello han dejado ver que su ignorancia igualaba
en magnitud al intolerable desatino de su error.
Igualmente
quedan refutados los antropomorfitas, los cuales se imaginaron a Dios como un
ser corpóreo, porque la Escritura muchas veces le atribuye boca, orejas, ojos,
manos y pies. Pues, ¿qué hombre con un poco de entendimiento no comprende que
Dios, por así decirlo, balbucea al hablar con nosotros, como las nodriza! con
sus niños para igualarse a ellos? Por lo tanto, tales maneras de hablar no
manifiestan en absoluto cómo es Dios en sí, sino que se acomodan a nuestra
rudeza, para darnos algún conocimiento de Él; y esto la Escritura no puede
hacerlo sin ponerse a nuestro nivel y, por lo tanto, muy por debajo de la
majestad de Dios.
Pero
aún podemos encontrar en la Escritura otra nota particular con la cual mejor
conocerlo y diferenciarlo de los ídolos. Pues al mismo tiempo que se nos
presenta como un solo Dios, se ofrece a nuestra contemplación en tres Personas
distintas; y si no nos fijamos bien en ellas, no tendremos en nuestro
entendimiento más que un vano nombre de Dios, que de nada sirve.
Pero,
a fin de que nadie sueñe con un Dios de tres cabezas, ni piense que la esencia
divina se divide en las tres Personas, será menester buscar una definición
breve y fácil, que nos desenrede todo error. Mas como algunos aborrecen el
nombre de Persona, como si fuera cosa inventada por los hombres, será necesario
ver primero la razón que tienen para ello.
El
Apóstol, llamando al Hijo de Dios "la imagen misma de su sustancia"
(del Padre) (Hebreos 1:3), sin duda atribuye al Padre alguna subsistencia en la
cual difiera del Hijo. Porque tomar el vocablo como si significase esencia,
como hicieron algunos intérpretes - como si Cristo representase en sí la
sustancia del Padre, al modo de la cera en la que se imprime el sello -, esto
no sólo sería cosa dura, sino también absurda. Porque siendo la esencia divina
simple e individua, incapaz de división alguna, el que la tuviere toda en sí y
no por partes ni comunicación, sino total y enteramente, este tal sería llamado
"carácter" e "imagen" del otro impropiamente. Pero como el
Padre, aunque sea distinto del Hijo por su propiedad, se representó del todo en
éste, con toda razón se dice que ha manifestado en él su hipóstasis; con lo
cual está completamente de acuerdo lo que luego sigue: que Él es el resplandor
de su gloria. Ciertamente, de las palabras del Apóstol se deduce que hay una
hipóstasis propia y que pertenece al Padre, la cual, sin embargo, resplandece
en el Hijo; de donde fácilmente se concluye también la hipóstasis del Hijo, que
le distingue del Padre.
Lo
mismo hay que decir del Espíritu Santo, el cual luego probaremos que es Dios;
y, sin embargo, es necesario que lo tengamos como hipóstasis diferente del
Padre.
Pero
esta distinción no se refiere a la esencia, dividir la cual o decir que es más
de una es una blasfemia. Por tanto, si damos crédito a las palabras del
Apóstol, sigue que en un solo Dios hay tres hipóstasis. Y como quiera que los
doctores latinos hayan querido decir lo mismo con este nombre de
"Persona", será de hombres fastidiosos y aun contumaces querer
disputar sobre una cosa clara y evidente.
Si
quisiéramos traducir al pie de la letra lo que la palabra significa diríamos
"subsistencia", lo cual muchos lo han confundido con
"sustancia", como si fuera la misma cosa. Pero, además, no solamente
los latinos usaron la palabra "persona", sino que también los griegos
- quizá para probar que estaban en esto de acuerdo con los latinos - dijeron
que hay en Dios tres Personas. Pero sea lo que sea respecto a la palabra, lo
cierto es que todos querían decir una misma cosa.
Así
pues, por más que protesten los herejes contra el nombre de Persona, y por más
que murmuren algunos de mala condición, diciendo que no admitirán un nombre
inventado por los hombres, siendo así que no pueden negar que se nombra a tres,
de los cuales cada uno es enteramente Dios, sin que por ello haya muchos
dioses, ¿no es gran maldad condenar las palabras que no dicen sino lo que la
Escritura afirma y atestigua? Replican que sería mejor mantener dentro de los
limites de la Escritura, no solamente nuestros sentimientos, sino también las
palabras, en vez de usar de otras extrañas y no empleadas, que pueden ser causa
de discusiones y disputas. Porque sucede con esto que se pierde el tiempo
disputando por palabras, que se pierde la verdad altercando de esta manera y se
destruye la caridad.
Si
ellos llaman palabra extraña a la que sílaba por sílaba y letra por letra no se
encuentra en la Escritura, ciertamente nos ponen en gran aprieto, pues con ello
condenan todas las predicaciones e interpretaciones que no están tomadas de la
Escritura de una manera plenamente textual. Mas si tienen por palabras extrañas
las que se inventan por curiosidad y se sostienen supersticiosamente, las
cuales sirven más de disputa que de edificación, y se usan sin necesidad ni
fruto y con su aspereza ofenden los oídos de los fieles y pueden apartarnos de
la sencillez de la Palabra de Dios, estén entonces seguros de que yo apruebo
con todo el corazón su sobriedad. Pues no me parece que deba ser menor la
reverencia al hablar de Dios que la que usamos en nuestros pensamientos sobre
Él, pues cuanto de El pensamos, en cuanto procede de nosotros mismos, no es más
que locura, y todo cuanto hablamos, vanidad. Con todo, algún medio hemos de
tener, tomando de la Escritura alguna regla a la cual se conformen todos
nuestros pensamientos y palabras. Pero, ¿qué inconveniente hay en que
expliquemos con palabras más claras las cosas que la Escritura dice
oscuramente, con tal que lo que digamos sirva para declarar fielmente la verdad
de la Escritura, y que se haga sin tomarse excesiva libertad y cuando la
ocasión lo requiera? De esto tenemos muchos ejemplos. ¿Y qué sucederá si
probamos que la Iglesia se ha visto ineludiblemente obligada a usar las
palabras "Trinidad" y "Personas"? Si alguno no las aprueba
pretextando que se trata de palabras nuevas que no se hallan en la Escritura,
¿no se podrá decir de él con razón que no puede tolerar la luz de la verdad?;
pues lo que hace es condenar que se explique con palabras más claras lo mismo
que la Escritura encierra en sí.
Tal
novedad de palabras - si así se puede llamar - hay que usarla principalmente
cuando conviene mantener la verdad contra aquellos que la calumnian y que,
tergiversándola, vuelven lo de dentro afuera, lo cual al presente vemos más de
lo que quisiéramos, resultándonos difícil convencer a los enemigos de la
verdad, porque con su sabiduría carnal se deslizan como sierpes de las manos,
si no son apretados fuertemente. De esta manera los Padres antiguos,
preocupados por los ataques de las falsas doctrinas, se vieron obligados a
explicar con gran sencillez y familiaridad lo que sentían, a fin de no dejar
resquicio alguno por donde los impíos pudieran escapar, a los cuales cualquier
oscuridad de palabras les sirve de escondrijo donde ocultar sus errores.
Confesaba
Arrio que Cristo es Dios e Hijo de Dios, porque no podía contradecir los
clarísimos testimonios de la Escritura, y como persona que cumple con su deber,
aparentaba conformarse con los demás. Pero entretanto no dejaba de decir que
Cristo es criatura y que tuvo principio como las demás. Los Padres, para
aclarar esta maliciosa simulación pasaron adelante diciendo que Cristo es Hijo
eterno del Padre y consustancial con el Padre. Entonces quedó patente la
impiedad de los arrianos, y comenzaron a aborrecer y detestar la palabra
"homousios", que quiere decir consustancial. Si al principio hubieran
confesado sinceramente y de corazón que Cristo es Dios, no hubieran negado que
era consustancial al Padre. ¿Quién se atreverá a acusar a aquellos santos varones
de amigos de controversias y disensiones, por el hecho de que por una simple
palabra se enardecieran los ánimos en la disputa hasta llegar a turbar la paz y
tranquilidad de la Iglesia? Pero aquella mera palabra daba a conocer cuáles
eran los verdaderos cristianos y cuáles los herejes.
Vino
después Sabelio, el cual casi no daba importancia a las palabras Padre, Hijo y
Espíritu Santo, y decía que estos nombres no denotaban distinción alguna, sino
que eran títulos diversos de Dios, como hay otros muchos. Si disputaban con él,
confesaba que creía que el Padre era Dios, el Hijo era Dios y el Espíritu Santo
también era Dios. Pero luego encontraba una escapatoria diciendo que no había
confesado otra cosa que si hubiera dicho que Dios es fuerte, justo y sabio; y
así decía otra cosa distinta: que el Padre es el Hijo y el Espíritu Santo es el
Padre', sin distinción alguna. Los que entonces eran buenos maestros y amaban
de corazón la piedad, para vencer la malicia de este hombre, le contradecían
diciendo que había que confesar que hay en un solo Dios tres propiedades; y
para defenderse con la verdad sencilla y desnuda contra sus argucias afirmaron
que hay en un solo Dios o - lo que es lo mismo - en una sola esencia divina,
una Trinidad de Personas.
Por
tanto, si estos nombres no han sido inventados temerariamente, será menester
guardarse de ser acusados de temeridad por rechazarlos. Preferiría que todos
estuviesen sepultados con tal de que todo el mundo confesara que el Padre, y
el, Hijo, y el Espíritu Santo son un solo Dios, y que, sin embargo, ni el Hijo
es Padre, ni el Espíritu Santo es Hijo, sino que hay entre ellos distinción de
propiedad. Por lo demás, no soy tan riguroso e intransigente que me importe
discutir solamente por palabras. Pues pienso que los Padres antiguos, aunque
procuraban hablar de estas materias con gran reverencia, sin embargo no estaban
de acuerdo todos entre sí, e incluso algunos no siempre hablaron de la misma
manera. Porque, ¿cuáles son las maneras de hablar usadas por los Concilios, que
san Hilario[1] excusa? ¿Qué atrevimiento no emplea a veces san Agustín[2]? ¡Qué
diferencia existe entre los griegos y los latinos! Un solo ejemplo bastará para
mostrar esta diversidad.
Los
latinos, al interpretar el vocablo griego «homousios», dijeron consustancial;
con lo cual daban a entender que el Padre y el Hijo tienen una misma sustancia,
y así por "sustancia" no entendían más que esencia. Por esta causa
san Jerónimo, escribiendo a Dámaso, obispo de Roma, dice que es sacrilegio
afirmar que hay en Dios tres sustancias. Pero más de cien veces se hallará en
san Hilario esta expresión: En Dios hay tres sustancias.
En
cuanto a la palabra «hipóstasis», ¿qué dificultad encuentra san Jerónimo? Pues
él sospecha que hay algún veneno oculto cuando se dice que hay en Dios tres
"hipóstasis"; y afirma que si alguno usa esta palabra en buen
sentido, no obstante es una manera impropia de hablar. Si esto lo dice de buena
fe y sin fingimiento, y no más bien por molestar a sabiendas a los obispos
orientales, a los cuales odiaba, ciertamente que no tiene razón al decir que en
todas las escuelas profanas "usía" no significa otra cosa que
"hipóstasis"; lo cual se puede refutar por el modo corriente de
hablar. Más modesto y humano es san Agustín1, el cual, aunque dice que esta
palabra "hipóstasis" es nueva entre los latinos en este sentido, sin
embargo, no solamente permite a los griegos que sigan su manera de hablar, sino
también tolera a los latinos que la usaran. E igualmente Sócrates, historiador
eclesiástico, escribe en el libro sexto de la historia llamada Tripartita, que los
primeros que usaron esta palabra en este sentido fueron gente ignorante. Y
también san Hilario echa en cara como un gran crimen a los herejes, que por su
temeridad se ve forzado a exponer al peligro de la palabra las cosas que el
corazón debe sentir con gran devoción, no disimulando que es ¡lícito hablar de
cosas inefables y presumir cosas no concedidas. Y poco después se excusa de
verse obligado a usar palabras nuevas. Porque después de haber puesto los
nombres naturales: Padre, Hijo y Espíritu Santo, añade que todo cuanto se
quiera buscar más allá de esto supera todo lo que se puede decir, está fuera de
lo que nuestros sentidos pueden percibir y nuestro entendimiento comprender. Y
en otro lugar ensalza a los obispos de Francia porque no había, ni inventado,
ni aceptado, ni siquiera conocido más confesión que la antiquísima y
simplicísima que desde el tiempo de los apóstoles había sido admitida en todas
las Iglesias.
La
excusa que da san Agustín es también muy semejante a ésta; a saber, que esta
palabra se inventó por necesidad a causa de la pobreza y deficiencia del
lenguaje de los hombres en asunto de tanta importancia, no para expresar todo
lo que hay en Dios, sino para no callar cómo el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo son tres. Esta modestia de aquellos santos varones debe movernos a no ser
rigurosos en condenar sin más a cuantos no quieran someterse al modo de hablar
que nosotros usamos, con tal de que no lo hagan por orgullo, contumacia o
malicia; pero a su vez consideren ellos cuán grande es la necesidad que nos
obliga a hablar de esta manera, a fin de que poco a poco se acostumbren a
expresarse como conviene. Y cuiden asimismo, cuando hay que enfrentarse con los
arrianos y los sabelianos, que si llevan a mal que se les prive de la
oportunidad de tergiversar las cosas, ellos mismos resulten sospechosos de ser
discípulos suyos.
Arrio
dice que Cristo es Dios, pero para sus adentros afirma que es criatura y que ha
tenido principio. Dice que es uno con el Padre, pero secretamente susurra a los
oídos de sus discípulos que ha sido formado como los demás fieles, aunque con
cierta prerrogativa.
Sabelio
dice que estos nombres, Padre, Hijo y Espíritu Santo no señalan distinción
alguna en Dios. Decid que son tres; en seguida protestará que nombráis tres
dioses. Decid que en la esencia una de Dios hay Trinidad de Personas, y diréis
lo mismo que dice la Escritura y haréis callar a este calumniador. Pero si hay
alguno tan escrupuloso que no puede admitir estos tres nombres, no obstante,
ninguno, por más que le pese, podrá negar que cuando la Escritura nos dice que
Dios es uno debemos entender la unidad de la sustancia, y cuando oímos decir
que en la unidad de la esencia divina hay tres, a saber, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, hemos de entender que con esta Trinidad se menciona a las Personas.
Cuando esto se profesa de corazón y sin doblez alguna, no importarán gran cosa
las palabras. Pero hace ya tiempo que sé por experiencia que cuantos
pertinazmente se empeñan en discutir por simples palabras, alimentan dentro de
sí algún oculto veneno, de suerte que es mucho mejor provocarlos abiertamente,
que andar con medias tintas para conservar su favor y amistad.
Mas,
dejando a un lado la controversia sobre meras palabras, comenzaré a tratar el
meollo mismo de la cuestión.
Así
pues, por "persona" entiendo una subsistencia en la esencia de Dios,
la cual, comparada a con las otras, se distingue por una propiedad
incomunicable. Por "subsistencia" entiendo algo distinto de
"esencia". Porque si el Verbo fuese simplemente Dios, san Juan se
hubiese expresado mal al decir que estuvo siempre con Dios (Juan 1:1). Cuando
luego dice que El mismo es Dios, entiende esto de la esencia única. Pero como
quiera que el Verbo no pudiera estar en Dios sin que residiese en el Padre, de
aquí se deduce la subsistencia de que hablamos, la cual, aunque esté ligada
indisolublemente con la esencia y de ninguna manera se pueda separar de ella,
sin embargo tiene una nota especial por la que se diferencia de la misma.
Y
digo también que cada una de estas tres subsistencias, comparada con las otras,
se distingue de ellas con una distinción de propiedad. Ahora bien, aquí hay que
subrayar expresamente la palabra "relacionar" o "comparar",
porque al hacer simple mención de Dios, y sin determinar nada especial, lo
mismo conviene al Hijo, y al Espíritu Santo que al Padre; pero cuando se
compara al Padre con el Hijo, cada uno se diferencia del otro por su propiedad.
En
tercer lugar, todo lo que es propio de cada uno de ellos es algo que no se
puede comunicar a los demás; pues nada de lo que se atribuye al Padre como nota
específica suya puede pertenecer al Hijo, ni serle atribuido. Y no me desagrada
la definición de Tertuliano con tal de que se entienda bien: que la Trinidad de
Personas es una disposición en Dios o un orden que no cambia nada en la unidad
de la esencial.
Pero
antes de pasar adelante, probemos la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo;
después veremos cómo se diferencian entre sí.
Cuando
la Escritura hace mención del Verbo de Dios, sería absurdo imaginarse una voz
que solamente se articulase y desapareciese, o que se echa al aire fuera del
mismo Dios, como fueron todas las profecías y revelaciones que los patriarcas
antiguos tuvieron. Más bien este vocablo "Verbo" significa la
sabiduría que perpetuamente reside en Dios, de la cual todas las revelaciones y
profecías procedieron. Porque los profetas del Antiguo Testamento no hablaron
menos por el Espíritu Santo, como lo atestigua san Pedro (1 Pe. 1:11), que los
apóstoles y los que después de ellos enseñaron la doctrina de la salvación.
Pero como Cristo aún no se había manifestado, es necesario entender que este
Verbo fue engendrado del Padre antes de todos los siglos. Y si aquel Espíritu,
cuyos instrumentos fueron los profetas, es el Espíritu del Verbo, de aquí
concluimos infaliblemente que el Verbo de Dios es verdadero Dios. Y esto lo
atestigua bien claramente Moisés, en la creación del mundo, poniendo siempre
por delante el Verbo. Porque, ¿con qué fin refiere expresamente que Dios al
crear cada cosa decía: Hágase esto o lo otro, sino para que la gloria de Dios,
que es algo insondable, resplandeciese en su imagen?
A
los burlones y habladores les sería fácil una escapatoria, diciendo que esta
palabra en este lugar no quiere decir sino mandamiento o precepto. Pero los
apóstoles exponen mucho mejor este pasaje; dicen ellos, en efecto, que el mundo
fue creado por el Hijo (Hebreos 1:2) y que sostiene todas las cosas con su
poderosa Palabra, en lo cual vemos que la Palabra o Verbo significa la voluntad
y el mandato del Hijo, el cual es eterno y esencial Verbo de Dios. Asimismo, lo
que dice Salomón no encierra oscuridad alguna para cualquier hombre
desapasionado y modesto, al presentarnos a la sabiduría engendrada de Dios
antes de los siglos (Proverbios 8:22) y que presidía en la creación de todas
las cosas y en todo cuanto ha hecho Dios'. Porque imaginarse un mandato de Dios
temporal sería cosa desatinada y frívola, ya que Dios quiso entonces manifestar
su eterno y firme consejo, e incluso algo más oculto. Lo cual se confirma
también por lo que dice Jesucristo: "Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo
trabajo" (Juan 5:17). Porque al afirmar que desde el principio del mundo
Él ha obrado juntamente con su Padre, declara más por extenso lo que Moisés
había expuesto, brevemente. Así pues, vemos que Dios ha hablado de tal manera
en la creación de las cosas, que el Verbo no estuvo nunca ocioso, sino que
también obró, y que de esta manera la obra es común a ambos.
Pero
con mucha mayor claridad que todos habló san Juan, cuando atestigua que aquel
Verbo, el cual desde el principio estaba con Dios, era juntamente con el Padre
la causa de todas las cosas (Juan 1:3). Porque él atribuye al Verbo una esencia
sólida y permanente, y aun le señala cierta particularidad y bien claramente
muestra cómo Dios hablando ha sido el creador del mundo. Y así como todas las
revelaciones que proceden de Dios se dice con toda razón que son su palabra, de
la misma manera es necesario que su Palabra sustancial, que es la fuente de
todas las revelaciones, sea puesta en el supremo lugar; y sostener que jamás
está sujeta a ninguna mutación, sino que perpetuamente permanece en Dios en un
mismo ser, y ella misma es Dios.
Aquí
gruñen ciertas gentes, las cuales, no atreviéndose claramente a quitarle su
divinidad, le despojan en secreto de su eternidad. Porque dicen que el Verbo
comenzó a existir cuando Dios en la creación del mundo abrió su sagrada boca.
Pero hablan muy inconsideradamente al decir que ha habido en la sustancia de
Dios cierta mutación. Es verdad que los nombres y títulos que se refieren a la
obra externa de Dios se le comenzaron a atribuir conforme la obra comenzó a
existir - como cuando es llamado creador del cielo y de la tierra -, pero la fe
no reconoce ningún nombre ni admite ninguna palabra que signifique que algo se
ha innovado en Dios mismo. Porque si alguna cosa nueva le hubiera sobrevenido,
no podría ser verdad lo que dice Santiago: "...Todo don perfecto desciende
de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de
variación" (Santiago 1:17). Por tanto, nada se puede consentir menos que
imaginar un principio del Verbo, que siempre fue Dios y después creó el mundo.
Pero
ellos piensan que argumentan sutilmente al decir que Moisés, cuando narra que
Dios habló, quiere decir que antes de aquel momento no había en Dios palabra
ninguna. Sin embargo, no hay nada más insensato que esto, pues no se sigue ni
se debe concluir: esto comenzó a manifestarse en tal tiempo, luego antes no
existía. Yo concluyo exactamente al revés, o sea: puesto que en el mismo
instante en que Dios dijo: sea hecha la luz, apareció y se demostró la virtud
del Verbo, por consiguiente el Verbo existía mucho antes. Y si alguno pregunta
cuánto tiempo antes, no encontrará en ello principio alguno, porque ni aun el
mismo Jesucristo fija tiempo cuando dice: "Padre, glorifícame tú para contigo,
con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese" (Juan 17:5).
Y san Juan no se olvidó de probar esto mismo, porque antes de hablar de la
creación del mundo dice que el Verbo existió desde el principio con Dios.
De
nuevo, pues, concluyo que el Verbo que existió antes del principio del tiempo
concebido en Dios, residió perpetuamente en Él; por donde se prueban claramente
la eternidad del Verbo, su verdadera esencia y su divinidad.
Y
aunque no quiero mencionar ahora la persona del Mediador, porque dejo el tratar
de ello para el lugar donde se hablará de la redención, sin embargo, como todos
sin contradicción alguna deben tener por cierto que Jesucristo es aquel mismo
Verbo revestido de carne, los mismos testimonios que confirman la divinidad de
Jesucristo tienen mucho peso para nuestro actual propósito.
Cuando
en el Salmo 45:6 se dice: "Tu trono, O Dios, es eterno y para
siempre", los judíos lo tergiversan diciendo que el nombre de
"Elohim", que usa en este lugar el Profeta, se refiere también a los
ángeles y a los hombres constituidos en autoridad. Pero yo respondo que en toda
la Escritura no hay lugar semejante en el que el Espíritu Santo erija un trono
perpetuo a criatura alguna. Ni tampoco aquel de quien se habla es llamado
simplemente Dios, sino además Dominador eterno. Asimismo a nadie más que a Dios
se da este titulo de "Elohim" sin adición alguna; como por ejemplo se
llama a Moisés el dios del Faraón (Éxodo 7:l). Otros interpretan: tu trono es
de Dios; interpretación sin valor alguno. Convenio en que muchas veces se llama
divino a lo que es excelente, pero por (el contexto se ve claramente que tal
interpretación sería muy dura y forzada y que no puede convenir a ello en
manera alguna.
Pero
aunque no se pueda vencer la obstinación de tales gentes, lo que Isaías
testifica de Jesucristo: que es Dios y que tiene suma potencia (Isaías 9:6), lo
cual no pertenece más que a Dios, está bien claro. También aquí objetan los
judíos y leen esta sentencia de esta manera: éste es el nombre con que lo
llamará el Dios fuerte, el Padre del siglo futuro, etc. Y as! quitan a
Jesucristo todo lo que en esta sentencia se dice de Él, y no le atribuyen más
que el título de Príncipe de paz. Pero, ¿por qué razón se habrían de acumular
en este lugar tantos títulos y epítetos del Padre, puesto que el intento del
profeta es adornar a Jesucristo con títulos ilustres, capaces de fundamentar
nuestra fe en Él? No hay, pues, duda de que sea llamado aquí Dios fuerte por la
misma razón por la que poco antes fue llamado Emmanuel.
Pero
no es posible hallar lugar más claro que el de Jeremías cuando dice que
"éste será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia
nuestra" (Jeremías 23:6). Porque, como quiera que los mismos judíos
afirman espontáneamente que los demás nombres de Dios no son más que epítetos,
y que sólo el nombre de Jehová, al que ellos llaman inefable, es sustantivo que
significa la esencia de Dios, de ahí concluyo que el Hijo es el Dios único y
eterno,, que afirma en otro lugar que no dará su gloria a otro (Isaías 42:8).
Los judíos buscan también aquí una escapatoria, diciendo que Moisés puso este
mismo nombre al altar que edificó, y que Ezequiel llamó así a la nueva
Jerusalén. Pero, ¿quién no ve que aquel altar fue erigido como recuerdo de que
Dios había exaltado a Moisés, y que Jerusalén es llamada con el nombre mismo de
Dios sencillamente porque en ella residía Él? Porque el profeta se expresa así:
"Y el nombre de la ciudad desde aquel día será Jehová-sarna" (Esdras
48:35). Y Moisés dice: "Edificó un altar, y llamó su nombre,
Jehová-nisi" (Éxodo 17:15).
Pero
mayor aún es la disputa con los judíos respecto a otro lugar de Jeremías, en el
cual se da este mismo título a Jerusalén: "Y se le llamará: Jehová,
justicia nuestra- (Jeremías 33:16). Pero está tan lejos este testimonio de
oscurecer la verdad que aquí mantenemos, que antes al contrario ayuda a confirmarla.
Porque habiendo dicho antes Jeremías que Cristo es el verdadero Jehová del cual
procede la justicia, ahora dice que la Iglesia sentirá con tanta certeza que es
as!, que ella misma se podrá gloriar con este mismo nombre. Así que en el lugar
primero se pone la causa y fuente de la justicia, y en el segundo se añade el
efecto.
Y
si esto no satisface a los judíos, no veo cómo ellos podrán interpretar lo que
se lee en la Escritura con tanta frecuencia, en la cual vemos que el nombre
Jehová es atribuido a un ángel. Dijese que un ángel se apareció a los
patriarcas del Antiguo Testamento (Jueces 6:11). El mismo ángel se atribuye el
nombre del Dios eterno. Si alguno responde que esto se dice por respeto a la
persona que el ángel representa, no resuelve la dificultad. Porque un siervo no
permitiría jamás que se le ofreciesen sacrificios para quitar la honra que se
debe a Dios; en cambio el ángel, después de haberse negado a probar el pan,
manda que se ofrezca sacrificio a Jehová, y luego prueba realmente que es el
mismo Jehová (Jueces 13:16). Y así Manoa y su mujer comprenden por esta señal
que no solamente vieron al ángel, sino también a Dios, por lo cual exclaman:
"Moriremos, porque a Dios hemos visto" (Jueces 13:22). Y cuando la
mujer responde: "Si Jehová nos quisiera matar, no aceptaría de nuestras
manos el holocausto y la ofrenda- (Jueces 13:23) ciertamente confiesa que es
Dios aquel que antes fue llamado ángel. Y lo que es más, la misma respuesta del
ángel quita toda duda: "¿Por qué me preguntas por mi nombre, que es
admirable?" (Ibid. v. 18). Por ello es abominable la impiedad de Servet
cuando se atreve a decir que jamás se manifestó Dios a Abraham ni a los otros
patriarcas, sino que en vez de a Él, adoraron a un ángel. Pero muy bien y
prudentemente los doctores antiguos interpretaron que este ángel principal fue
el Verbo eterno de Dios, el cual desde entonces comenzaba a ejercer el oficio
de Mediador. Porque, si bien el Hijo de Dios no se habla revestido aún de carne
humana, sin embargo descendió, como un tercero, para acercarse con más
familiaridad a los fieles. Y así, a esta comunicación le dio el nombre de
ángel, conservando, sin embargo, lo que era suyo, a saber, ser Dios de gloria
inefable. Lo mismo quiere decir Óseas, quien después de haber contado la lucha
de Jacob con el ángel, dice: "Mas Jehová es Dios de los ejércitos; Jehová
es su nombre" (Óseas 12:5). Servet gruñe otra vez diciendo que esto fue
porque Dios había tomado la forma de un ángel. Como si el profeta no confirmase
lo que antes había dicho Moisés: "¿Por qué me preguntas por mi
nombre?". Y la confesión del santo patriarca aclara suficientemente que no
había sido un ángel creado, sino Aquel en quien plenamente residía la
divinidad, cuando dice: "Vi a Dios cara a cara" (Génesis 32:29-30).
En lo cual conviene con lo que dice san Pablo: que Cristo fue el guía del
pueblo en el desierto (1 Corintios 10:4). Porque aunque no había llegado la
hora de humillarse y someterse, no obstante aquel Verbo eterno dio ya entonces
muestra del oficio que le estaba destinado. Igualmente, si se considera sin
pasión alguna el capítulo segundo de Zacarías, el ángel que envía al otro ángel
es en seguida llamado Dios de los ejércitos y se le atribuye sumo poder.
Omito
citar infinitos testimonios, que plenamente aseguran nuestra fe, aunque los
judíos no se conmuevan gran cosa con ellos. Cuando se dice en Isaías: "He
aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará" (Isaías
25:9), todas las personas sensatas ven que aquí claramente se habla del
Redentor, que debla levantarse para librar a su pueblo. Y el que repita dos
veces lo mismo con palabras de tanto peso, no deja opción para aplicar esto sino
a Cristo. Y aún más claro es el testimonio de Malaquías, en el que promete que
el Dominador, que entonces se esperaba, vendría a su templo (Malaquías 3:1). Es
de todo conocido que el templo de Jerusalén jamás fue dedicado a nadie más que
a aquel que es único y supremo Dios; y sin embargo el profeta concede su
posesión a Cristo; de donde se sigue que Él es el mismo Dios a quien siempre
adoraron los judíos.
En
cuanto al Nuevo Testamento, está todo él lleno de innumerables testimonios; por
tanto, procuraré más bien entresacar algunos, que no amontonarlos todos. Y
aunque los apóstoles hayan hablado de Él después de haberse mostrado en carne
como Mediador, sin embargo, cuanto yo cite viene a propósito para probar su
eterna divinidad.
En
cuanto a lo primero hay que advertir grandemente, que cuanto había sido antes
dicho del Dios eterno, los apóstoles enseñan que, o se ha cumplido ya en
Cristo, o se cumplirá después. Porque cuando Isaías profetiza que el Señor de
los ejércitos sería a los judíos y a los israelitas piedra de escándalo, y
piedra en que tropezasen (Isaías 8:14), san Pablo afirma que esto se cumplió en
Cristo, de quien muestra por el mismo texto que Cristo fue aquel Señor de los
ejércitos (Romanos 9:29). Del mismo modo en otro lugar, dice: "Todos
compareceremos ante el tribunal de Cristo. Porque escrito está: ... ante mí se
doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios" (Romanos 14:10-11);
y puesto que Dios, por Isaías (45:23), dice esto de sí mismo y Cristo muestra
con los hechos que esto se cumple en Él, síguese por lo mismo que Él es aquel
Dios, cuya gloria no se puede comunicar a otro. Igualmente lo que el Apóstol
cita del salmo en su carta a los efesios conviene sólo a Dios: "Subiendo a
lo alto, llevó cautiva la cautividad" (Efesios 4:8). Porque quiere dar a
entender que este ascender habla sido tan sólo figurado cuando Dios mostró su potencia
dando una notable victoria a David contra los infieles, pero que mucho más
perfecta y plenamente se manifestó en Cristo. Y de acuerdo con esto san Juan
atestigua que fue la gloria del Hijo la que Isaías había visto en su visión,
aunque el profeta dice que la majestad de Dios fue lo que se le reveló (Jn.
1:14; Is. 6:1). Además, los testimonios que el Apóstol en la carta a los
Hebreos atribuye al, Hijo, evidentemente no pueden convenir más que a Dios:
"Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de
tus manos". "Adórenle todos los ángeles de Dios" (Heb. 1:6, 10).
Y cuando él aplica estos testimonios a Cristo, no los aplica sino en su sentido
propio, porque todo cuanto allí se profetizó se cumplió solamente en Jesucristo.
Pues Él fue el que levantándose se apiadó de Sión; Él quien tomó posesión de
todas las gentes y naciones extendiendo su reino por doquier. ¿Y por qué san
Juan iba a dudar en atribuir la majestad de Dios a Cristo, cuando él mismo
había dicho antes que el Verbo había estado siempre con Dios? (Jn. 1:14). ¿Por
qué iba a terrier san Pablo sentar a Cristo en el tribunal de Dios, habiendo
antes dado tan clarísimo testimonio de su divinidad, cuando dijo que era Dios
bendito para siempre? (2 Cor. 5:10; Rom. 9:5). Y para que veamos cómo el
Apóstol está plenamente de acuerdo consigo mismo, en otro lugar dice que
"Dios fue manifestado en carne" (1 Tim. 3:16). Si Él es el Dios que
debe ser alabado para siempre, síguese luego que, como dice en otro lugar, es
Aquel a quien sólo se debe toda gloria y honra (1 Tim. 1:17).
Y
esto no lo disimula, sino que lo dice con toda claridad:---siendo en forma de
Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se
despojó a sí mismo" (Flp. 2:6-7). Y para que los impíos no murmurasen
diciendo que era un Dios hecho de prisa, san Juan continúa: "Este es el
verdadero Dios, y la vida eterna" (1 Jn. 5:20). Aunque nos debe ser más
que suficiente ver que es llamado Dios, y principalmente por boca de san Pablo,
el cual claramente afirma que no hay muchos dioses, sino uno sólo; dice así:
"Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la
tierra.. . para nosotros, sin embargo, sólo hay un dios, el Padre, del cual
proceden todas las cosas" (1 Cor.8:5, 6). Cuando oímos por boca de este
mismo apóstol que "Dios fue manifestado en carne" (1 Tim. 3:16), y
que con su sangre adquirió la Iglesia, ¿por qué nos imaginamos un segundo Dios
al cual él no conoce? Y no hay duda que los fieles entendieron esto de esta manera.
Tomás, confesando que El era su Dios y Señor, declara que es aquel único y solo
Dios a quien siempre había adorado (Jn. 20:28).
Igualmente,
si juzgamos su divinidad por las obras que en la Escritura se le atribuyen,
ella aparecerá mucho más claramente. Porque cuando dijo que Él desde el
principio hasta ahora obraba juntamente con el Padre (Jn. 5:17), los judíos,
bien que por otro lado eran muy torpes, sintieron que con estas palabras se
atribuía a sí "sino potencia divina. Y por esta causa, como relata san
Juan, procuraban con mayor diligencia que antes matarlo; porque no solamente
quebrantaba el sábado, sino que además decía que Dios era su Padre, haciéndose
igual a Dios (Jn. 5:18).
¿Cuál,
pues, no será nuestra torpeza, si no entendemos plenamente su divinidad?
Ciertamente que regir el mundo con su providencia y potencia y gobernarlo todo
conforme a su voluntad, según dice el Apóstol que es propio de Él (Heb. 1:3),
no lo puede hacer más que el Creador. Y no solamente le pertenece el gobernar
el mundo, como al Padre, sino también todos los otros oficios que no pueden ser
comunicados a las criaturas El Señor anuncia por el profeta: "Yo soy el
que borro tus rebeliones por amor de mí mismo" (ls.43:25). Como los
judíos, según esta sentencia, pensasen que Jesucristo hacía injuria a la honra
de Dios, oyéndole decir que perdonaba los pecados, Él no solamente afirmó con
su palabra que poseía esta autoridad, de perdonar los pecados, sino que además
la confirmó con un milagro (Mt.9:6). Vemos, pues, que Jesucristo, no solamente
tiene el ministerio de perdonar los pecados, sino también la autoridad, la cual
dice Dios que nadie más que Él mismo puede tener. ¿Pues qué? ¿No es propio y
exclusivo de Dios entender y penetrar los secretos pensamientos de los
corazones de los hombres? (Mt.9:4). También esto lo ha tenido Jesucristo; de
donde se concluye su divinidad.
Y
si hablarnos de sus milagros, clara y evidentemente ha manifestado su divinidad
con ellos. Y aunque admito que los profetas y los apóstoles los han obrado
también, sin embargo existe una gran diferencia, ya que ellos solamente han
sido ministros de los dones de Dios, pero Jesucristo los hizo con su propia
virtud. Es cierto que algunas veces oró para atribuir la gloria al Padre (Jn.
11:41); pero la mayoría de las veces demostró tal autoridad por sí mismo. ¿Y
cómo no iba a ser verdadero autor de milagros el que por su propia autoridad da
a otros el poder de hacerlos? Porque el evangelista cuenta que Él dio a los
apóstoles el poder de resucitar los muertos, de curar los leprosos, de echar
los demonios, etc. (Mt. 10:8). Y los apóstoles han usado de él de tal manera
que claramente mostraron que no tenían la virtud de hacer milagros sino por
Jesucristo: "En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda"
(Hch. 3:6). No hay, pues, por qué maravillarse, si Jesucristo, para mostrar la
incredulidad de los judíos les ha echado en cara los milagros que hizo entre
ellos (Jn. 5:36; 14:1 l), pues habiéndolos obrado por su virtud, daban
testimonio más que suficiente de su divinidad. Y además de esto, si fuera de
Dios no hay salvación alguna, ni justicia, ni vida, y Cristo encierra en sí
todas estas cosas, es evidente que es Dios. Y no hay razón para que alguno me
arguya diciendo que todo esto se lo concedió Dios, pues no se dice que recibió
el don de la salvación, sino que Él mismo es la salvación. Y aunque ninguno es bueno,
sino sólo Dios (Mt. 19:17), ¿cómo podría ser un puro hombre, no digo bueno y
justo, sino la misma bondad y justicia? ¿Y qué diremos a lo que el evangelista
dice: que desde el principio del mundo la vida estaba en Él, y que Él siendo
vida era también la luz de los hombres? (Jn. 1:4).
Cristo
exige nuestra fe y nuestra esperanza. Por tanto, teniendo nosotros tales
experiencias de su majestad divina, nos atrevemos a poner nuestra fe y
esperanza en Él, no obstante saber que es una horrible blasfemia el que alguien
ponga su confianza en criatura alguna. Él dice: "Creéis en Dios, creed
también en mí" (Jn. 14:l). Y así expone san Pablo dos textos de Isaías:
"Todo aquél que en él creyere, no será avergonzado" (ls. 28:16; Rom.
10:1 l). Y: "Estará la raíz de Isaí, y el que se levantará a regir los
gentiles; los gentiles esperarán en él" (ls. 11:10; Rom. 15:12). ¿Mas a
qué citar más testimonios, cuando tantas veces se dice en la Escritura:
"El que cree en mí tiene vida eterna"? (Jn. 6:47).
El
homenaje de la oración le es debido. Además de esto, también le pertenece a
Cristo la invocación, que proviene de la fe; lo cual sin embargo, pertenece
solamente a la majestad divina, si hay algo que le convenga con plena
propiedad. Porque dice el profeta: -Y todo aquel que invocare el nombre de
Jehová será salvo" (JI.2:32). Y así mismo Salomón dice: "Torre fuerte
es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado" (Prov.
18:10). Ahora bien, el nombre de Cristo es invocado para la salvación, luego Él
mismo es Dios. Ejemplo de que Cristo ha de ser invocado lo tenemos en Esteban,
que dice: "Señor Jesús, recibe mi espíritu" (Hch.7:59); y después en
toda la Iglesia cristiana, según lo atestigua Ananías en el mismo libro:
"Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a
tus santos" (Hch. 9:13). Y para que se entienda más claramente que toda la
plenitud de la divinidad habita Corporalmente en Cristo (Col. 2:9), el Apóstol
afirma que él no quiso saber entre los corintios otra doctrina sino conocer a
Cristo, y que no predicó otra cosa ninguna sino a Cristo solo (1 Cor. 2:2).
¿Qué Cosa es ésta tan grande de no predicar otra a los fieles sino a
Jesucristo, a los cuales les prohíbe que se gloríen en otro nombre que el Suyo?
¿Quién se atreverá a decir que Cristo es una mera criatura, cuando su
conocimiento es nuestra única gloria?
Tampoco
carece de importancia que el apóstol san Pablo, en los saludos que acostumbra
a, poner al principio de sus cartas, pida los mismos beneficios a Jesucristo,
que los que pide al Padre. Con lo cual nos enseña, que no solamente alcanzamos
del Padre los beneficios por su intercesión y medio, sino que también el mismo
Hijo es el autor de ellos por tener la misma potencia que su Padre. Esto que se
funda en la práctica y en la experiencia, es mucho más cierto y firme que todas
las ociosas especulaciones, porque el alma fiel conoce sin duda posible y, por
así decirlo, toca con la mano la presencia de Dios, cuando se siente
vivificada, iluminada, justificada y santificada.
Y
por esto es necesario usar la misma prueba para confirmar la divinidad del
Espíritu Santo.
El
testimonio de Moisés en la historia de la creación no es oscuro; dice: "El
Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas" (Gn. 1:2). Pues
quiere decir que no solamente la hermosura del mundo, cual la vemos al
presente, tiene su ser por la virtud del Espíritu Santo, sino que ya antes de
que tuviese esta forma, el Espíritu Santo había obrado para conservar aquella
masa confusa e informe. Asimismo lo que dice Isaías tampoco admite
subterfugios: "Y ahora me envió Jehová el Señor, y su Espíritu" (Is.
48:16). Pues por estas palabras atribuye al Espíritu Santo la misma suprema
autoridad de enviar a los profetas, lo cual sólo compete a Dios. Por donde se
ve claramente que el Espíritu Santo es Dios.
Pero
la prueba mejor, según he dicho, se toma de la experiencia común; porque lo que
la Escritura le atribuye y lo que nosotros mismos experimentamos acerca de Él,
de ningún modo puede pertenecer a criatura alguna. Pues Él es el que
extendiéndose por todas partes, sustenta, da fuerza y vivifica todo cuanto hay,
tanto en el cielo como en la tierra. Asimismo excede a todas las criaturas en
que a su potencia no se le señala término ni límite alguno, sino que el
infundir su fuerza y su vigor en todas las cosas, darles el ser, que vivan y se
muevan, todo esto evidentemente es cosa divina. Además de esto, si la regeneración
espiritual que nos hace partícipes de una vida eterna es mucho mejor y más
excelente que la presente vida, ¿qué hemos de pensar de Aquel por cuya virtud
somos regenerados? Y que Él sea el autor de esta regeneración, y no por
potencia prestada, sino propia, la Escritura lo atestigua en muchísimos
lugares; y no solamente de esta regeneración, sino también de la inmortalidad
que alcanzaremos. Finalmente, todos los oficios propios de la divinidad le son
también atribuidos al Espíritu Santo, como al Hijo. Porque también Él escudriña
los secretos de Dios (1 Cor. 2:10), no tiene consejero entre todas las
criaturas (1 Cor. 2:16), da sabiduría y el don de hablar (1 Cor. 12:10), aunque
el Señor dice a Moisés que hacer esto no conviene a otro más que a Él sólo (Éx.
4:1 l). De esta manera por el Espíritu Santo venimos a participar de Dios,
sintiendo su virtud que nos vivifica. Nuestra justificación obra suya es; de Él
procede la potencia, la santificación, la verdad, la gracia y cuantos bienes es
posible imaginar; porque uno solo es el Espíritu de quien fluye hacia nosotros
toda la diversidad de dones. Pues es muy digna de notarse aquella sentencia de
san Pablo: Aunque los dones sean diversos, y sean distribuidos diversamente,
con todo uno solo y mismo es el Espíritu (1 Cor. 12:11 y sig.). El Apóstol no
solamente lo reconoce como principio y origen, sino también como autor, lo cual
expone más claramente un poco más abajo, diciendo: Un solo y mismo Espíritu
distribuye todas las cosas según quiere. Si Él no fuese una subsistencia que
residiera en Dios, san Pablo nunca lo constituiría como juez para disponer de
todas las cosas a su voluntad. Así que el Apóstol evidentemente adorna al
Espíritu Santo con la potencia divina y afirma que es una hipóstasis de la
esencia de Dios.
E
incluso cuando la Escritura habla de Él, le da el nombre de Dios. Y por esta
razón san Pablo concluye que somos templos de Dios, porque su Espíritu habita
en nosotros (1 Cor. 3:17; 6:19; 2 Cor. 6:16), todo lo cual no se puede pasar
por alto y a la ligera. Porque siendo así que Dios nos promete tantas veces
escogernos como templo suyo, esta promesa suya no se cumple sino habitando en
nosotros su Espíritu. Ciertamente que como muy bien dice san Agustín, si se nos
mandase levantar un templo de madera y de piedra al Espíritu Santo, como quiera
que este honor solamente se debe a Dios, ello sería una prueba clarísima de su
divinidad. Ahora bien, ¡cuánto más convincente es el hecho de que, no ya
debamos edificarle un templo, sino que nosotros mismos debamos ser ese templo!
Y el mismo Apóstol con idéntico sentido unas veces nos llama templo de Dios, y
otras templo de su Espíritu. Y san Pedro, reprendiendo a Ananías porque había
mentido al Espíritu Santo, dice que había mentido, no a los hombres, sino a
Dios (Hch. 5:4). Y lo mismo, cuando Isaías presenta al Señor de los ejércitos
hablando, san Pablo dice que es el Espíritu Santo quien habla (ls. 6:9; Hch.
28:25-26). Y lo que es más, los lugares en que los profetas a cada paso dicen
que las palabras que refieren son del Dios de los ejércitos, Cristo y los
apóstoles los refieren al Espíritu Santo. De donde se sigue que Él es el
verdadero Dios eterno, principal autor de las profecías. Igualmente, cuando
Dios se queja de que es incitado a encolerizarse por la obstinación del pueblo,
en lugar de esto Isaías dice que su Santo Espíritu está contristado (Is.
63:10). Finalmente, si la blasfemia contra el Espíritu ni en este siglo ni en
el venidero será perdonada (Mt. 12:31; Mc. 3:29; Lc. 12:10), siendo así que
alcanza el perdón aun el que blasfema contra el Hijo, de aquí claramente se
deduce su divina majestad, ofender o rebajar la cual es un crimen irremisible.
Omito
a propósito citar muchos testimonios que usaban los antiguos. Les parecía muy
oportuno lo que dice David: "Por la palabra de Jehová fueron hechos los
cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca" (Sal. 33:6),
para probar que el mundo no fue menos obra del Espíritu Santo que del Hijo.
Pero como quiera que es cosa muy corriente en los Salmos repetir una misma cosa
dos veces, y que en Isaías "el espíritu de la boca" (Is. 11:4) es lo
mismo que el Verbo, la razón que se alega no tiene fuerza. Por eso solamente he
querido tocar sobriamente los testimonios que pueden apoyar firmemente nuestra
conciencia.
Mas,
así como Dios se manifestó mucho más claramente con la venida de Cristo, así
también las tres Personas han sido mucho mejor conocidas. Bástenos entre
muchos, este solo testimonio. San Pablo de tal manera enlaza y junta estas tres
cosas, Dios, fe y bautismo (Ef. 4:5), que argumentando de lo uno a lo otro
concluye que, así como no hay más que una fe, igualmente no hay más que un
Dios; y puesto que no hay más que un bautismo, no hay tampoco más que una fe. Y
así, si por el bautismo somos introducidos en la fe de un solo Dios para
honrarle, es necesario que tengamos por Dios verdadero a Aquel en cuyo nombre
somos bautizados. Y no hay duda de que Jesucristo al mandar bautizar en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28:19) ha querido declarar
que la claridad del conocimiento de las tres Personas debía brillar con mucha
mayor perfección que antes. Porque esto es lo mismo que decir que bautizasen en
el nombre de un solo Dios, el cual con toda evidencia se ha manifestado en el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De donde se sigue claramente que hay tres
Personas que subsisten en la esencia divina, en las cuales se conoce a Dios. Y
ciertamente, puesto que la fe no debe andar mirando de acá para allá, ni haciendo
multitud de discursos, sino poner los ojos en un solo Dios y llegarse a Él y
estarse allí, fácilmente se concluye que si hubiese muchas clases de fe, sería
necesario también que hubiese muchas clases de dioses. Y como el bautismo es el
sacramento de la fe, él nos confirma que Dios es uno. De aquí también se
concluye que no es lícito bautizar más que en el nombre de un solo Dios, puesto
que creemos en Aquel en cuyo nombre somos bautizados. Así pues, ¿qué es lo que
quiso Cristo cuando mandó bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, sino que debíamos creer con una misma fe en el Padre, en el
Hijo y en el Espíritu Santo? ¿Y qué es esto sino afirmar abiertamente que el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios? Ahora bien, si debemos
tener como indubitable que Dios es uno y que no existen muchos dioses, hay que
concluir que el Verbo o Palabra y el Espíritu no son otra cosa sino la esencia
divina. Y por ello los arrianos andaban del todo descaminados al confesar la
divinidad del Hijo, al paso que le negaban la sustancia de Dios. Y lo mismo
dígase de los macedonianos, que por el Espíritu Santo no querían entender más
que los dones de gracia que Dios distribuye a los hombres. Porque como la
sabiduría, la inteligencia, la prudencia, la fortaleza y el temor de Dios
provienen de Él, así también Él sólo es el Espíritu de sabiduría, de prudencia,
de fortaleza y de las demás virtudes. Ni hay en Él división alguna, según la
diversa distribución de las gracias, sino que permanece siempre todo entero,
aunque las gracias se distribuyan diversamente (1 Cor. 12:11).
Por
otra parte, la Escritura nos muestra cierta distinción entre el Padre y el
Verbo, y entre el Verbo y el Espíritu Santo; lo cual hemos de considerar con
gran reverencia y sobriedad, según lo requiere la majestad de tan alto
misterio. Por ello me agrada sobremanera esta sentencia de Gregorio Nacianceno:
"No puedo", dice, "concebir en mi entendimiento uno, sin que al
momento me vea rodeado del resplandor de tres; ni puedo diferenciar tres, sin
que al momento se vea reducido a uno". Guardémonos, pues, de imaginar en
Dios una Trinidad de Personas que impida a nuestro entendimiento reducirla al
momento a unidad. Las palabras Padre, Hijo y Espíritu Santo, denotan sin duda
una distinción verdadera, a fin de que nadie piense que se trata de títulos
atribuidos a Dios según las diversas maneras como se muestra en sus obras; pero
hay que advertir que se trata de una distinción, y no de una división. Los
testimonios ya citados muestran suficientemente que el Hijo tiene su propiedad
distinta del Padre. Porque el Verbo no estaría en Dios, si no fuera otra
Persona distinta del Padre; ni tendría su gloria en el Padre, si no fuera
distinto de Él. Asimismo el Hijo se distingue del Padre, cuando dice que hay
otro que da testimonio acerca de Él (Jn. 5:32; 8:16; etc.). Y lo mismo se dice
en otro lugar, que el Padre creó todas las cosas por el Verbo; lo cual no sería
posible, si de alguna manera no fuera distinto del Hijo. Además, el Padre no
descendió a la tierra, sino el que salió del Padre; el Padre no murió ni
resucitó, sino Aquel a quien Él envié. Y esta distinción no comenzó después de
que el Verbo tomase carne humana, sino que es evidente que ya antes el
Unigénito estuvo "en el seno del Padre" (Jn. 1:18). Porque, ¿quién se
atreverá a decir que entró en el seno del Padre precisamente cuando descendió
del cielo para tomar carne humana? Así que antes estaba en el seno del Padre y
gozaba de su gloria con Él.
La
distinción entre el Espíritu Santo y el Padre la pone Cristo de manifiesto
cuando dice que procede del Padre; y la distinción respecto a sí mismo, siempre
que lo llama otro; como cuando dice que Él enviará otro Consolador (Jn. 14:16;
15:26), y, en otros muchos lugares.
No
sé si para explicar la fuerza de esta distinción es conveniente usar semejanzas
tomadas de las cosas humanas. Es cierto que los antiguos suelen hacerlo así a
veces, pero a la vez confiesan que todas sus semejanzas se quedan muy lejos de
la realidad. De aquí proviene mi temor de parecer atrevido, no sea que si digo
algo que no venga del todo a propósito, dé con ello ocasión a los malos de
calumniar y maldecir, y a los ignorantes, de errar. Sin embargo, no conviene
pasar por alto la distinción que señala la Escritura, a saber: que al Padre se
atribuye ser el principio de toda obra, y la fuente y manantial de todas las
cosas; al Hijo, la sabiduría, el consejo, y el orden para disponerlo todo; al
Espíritu Santo, la virtud y la eficacia de obrar. Y aunque la eternidad del
Padre sea también la eternidad del Hijo y del Espíritu Santo, puesto que nunca
jamás pudo Dios estar sin su sabiduría y su virtud, ni en la eternidad debemos
buscar primero y último, sin embargo, no es vano ni superfluo observar este
orden, diciendo que el Padre es el primero; y luego el Hijo, por proceder del
Padre; y el tercero el Espíritu Santo, que procede de ambos. Pues aun el
entendimiento de cada uno tiende a esto naturalmente, ya que primeramente
considera a Dios, luego a la sabiduría que de Él procede, y, finalmente, la
virtud con que realiza lo que ha determinado su consejo. Y por esto se dice que
el Hijo procede del Padre solamente, y el Espíritu Santo de uno y otro. Y ello
en muchos lugares, pero en ninguno más claramente que en el capítulo octavo de
la carta a los Romanos, donde el Espíritu Santo es llamado indiferentemente
unas veces Espíritu de Cristo, y otras Espíritu del que resucitó a Cristo de
entre los muertos; y ello con mucha razón. Porque san Pedro también atestigua
que fue por el Espíritu de Cristo por quien los profetas han hablado, bien que
la Escritura en muchos lugares enseñe que fue el Espíritu de Dios Padre (2 Pe.
1:21).
Pero
esta distinción está tan lejos de impedir la unidad de Dios, que precisamente
por ella se puede probar que el Hijo es un mismo Dios con el Padre, porque
ambos tienen un mismo Espíritu; y que el Espíritu no es otra sustancia diversa
del Padre y del Hijo, ya que es el Espíritu de entrambos. Porque en cada una de
las Personas se debe entender toda la naturaleza divina juntamente con la
propiedad que le compete a cada una de ellas. El Padre es totalmente en el
Hijo, y el Hijo es totalmente en el Padre, como Él mismo afirma: "Yo soy
en el Padre y el Padre en mí" (Jn. 14:1 l). Y por esta causa los doctores
eclesiásticos no admiten diferencia alguna en cuanto a la esencia entre las
Personas'.
Con
estos vocablos que denotan distinción, dice san Agustín, se significa la
correspondencia que las Personas tienen la una con la otra, y no la sustancia,
la cual es una en las tres Personas. Conforme a esto se deben entender las
diversas maneras de hablar de los antiguos, que algunas veces parecen
contradecirse. Porque unas veces dicen que el Padre es principio del Hijo, y
otras afirman que el Hijo tiene de sí mismo su esencia y su divinidad y que es
un mismo principio con el Padre.
San
Agustín expone en otro lugar la razón de esta diversidad, diciendo: Cristo
respecto a sí mismo es llamado Dios, y en relación al Padre es llamado Hijo.
Asimismo, el Padre respecto a si mismo es llamado Dios, y en relación al Hijo
se llama Padre. En cuanto en relación al Hijo es llamado Padre, Él no es Hijo;
asimismo el Hijo, respecto al Padre no es Padre. Mas en cuanto que el Padre
respecto a sí mismo es llamado Dios, y el Hijo respecto a sí mismo es también
llamado Dios, se trata del mismo Dios. Así que cuando hablamos del Hijo
simplemente sin relación al Padre, afirmamos recta y propiamente que tiene su
ser de sí mismo; y por esta causa lo llamamos único principio; pero cuando nos
referimos a la relación que tiene con el Padre, con razón decimos que el Padre
es principio del Hijo.
Todo
el libro quinto de san Agustín de la obra que tituló De la Trinidad no trata
más que de explicar esto. Lo más seguro y acertado es quedarse con la doctrina
de la relación que allí se trata, y no, por querer penetrar sutilmente tan
profundo misterio, extraviarse con muchas e inútiles especulaciones.
Por
eso los que aman la sobriedad y los que se dan por satisfechos con la medida de
la fe, oigan en pocas palabras lo que les es necesario saber: que cuando
confesamos que creemos en un Dios, bajo este nombre de Dios entendamos una
simple y única esencia en la cual comprendemos tres Personas o hipóstasis; y
por ello siempre que el nombre de Dios se usa de modo general se refiere al
Hijo y al Espíritu Santo lo mismo que al Padre; mas cuando el Hijo es nombrado
con el Padre, entonces tiene lugar la correspondencia o relación que hay de uno
a otro, y que nos lleva a distinguir entre las Personas. Y porque las propiedades
de las Personas denotan un cierto orden, de manera que en el Padre está el
principio y el origen, siempre que se hace mención juntamente del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, el nombre de Dios se atribuye particularmente al
Padre. De esta manera se mantiene la unidad de la esencia y se tiene también en
cuenta el orden, que, no obstante, en nada rebaja la deidad del Hijo ni del
Espíritu Santo. Y de hecho, puesto que ya hemos visto que los apóstoles afirman
que el Hijo de Dios es aquel que Moisés y los Profetas atestiguaron que era el
Dios eterno, es menester siempre acudir a la unidad de la esencia. Y por eso es
un sacrilegio horrendo decir que el Hijo es otro Dios distinto del Padre,
porque el nombre de Dios, sin más, no admite relación alguna, ni Dios en
relación a sí mismo admite diversidad alguna para poder decir que es esto o lo
otro.
En
cuanto a que el nombre de Dios eterno tomado absolutamente convenga a Cristo,
es cosa evidente por las palabras de san Pablo: -Respecto a lo cual tres veces
he rogado al Señor- (2 Cor. 12:8), pues es clarísimo que el nombre Señor se
pone allí por el de Dios eterno; y sería frívolo y pueril restringirlo a la
persona del Mediador, puesto que la sentencia es clara y sencilla, y no compara
al Padre con el Hijo. Y sabemos que los apóstoles, siguiendo la versión griega,
han usado siempre el nombre de Kyrios, que quiere decir Señor, en lugar del
nombre hebreo Jehová. Y para no andar buscando un ejemplo muy lejos, san Pablo
oró al Señor con el mismo sentimiento que el que san Pedro cita en el texto de
Joel: "todo aquel que invocare el nombre de Jehová, será salvo"
(Joel. 2:32; Hch. 2:2 l). Cuando este nombre se atribuye en particular al Hijo,
veremos más adelante que la razón es diversa; de momento baste saber que san
Pablo, habiendo orado absolutamente a Dios, luego pone el nombre de Cristo. Y
el mismo Cristo llama a Dios, en cuanto es Dios, Espíritu; por tanto, no hay
inconveniente alguno en que toda la esencia, en la cual se comprende el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo, se llame espiritual. Ello es evidente en la
Escritura, porque así como Dios es llamado en ella Espíritu, así también el
Espíritu Santo en cuanto hipóstasis de toda la esencia es llamado Espíritu de
Dios, y se dice que procede de Dios.
Mas,
así como Satanás para arrancar de raíz nuestra fe ha suscitado siempre grandes
contiendas y revueltas, ya respecto a la esencia divina del Hijo y del Espíritu
Santo, ya referente a distinción personal; y así como en casi todos los siglos
suscitó espíritus impíos, para que molestasen a los doctores ortodoxos,
igualmente hoy en día procura remover aquellos antiguos rescoldos para provocar
un nuevo fuego. Es necesario, por tanto, responder a los impíos desvaríos de
algunos. Hasta ahora mi propósito ha sido principalmente guiar como por la mano
a los dóciles y no disputar con los amigos de contiendas y con los contumaces.
Ahora, en cambio, es preciso defender contra todas las calumnias de los impíos
la verdad que pacíficamente hemos enseñado; bien que yo pondré mi afán
principalmente en confirmar a los fieles, para que sean dóciles en recibir la
Palabra de Dios, a fin de que tengan un punto de apoyo infalible.
Entendamos
que si en los secretos misterios de la Escritura nos conviene ser sobrios y
modestos, ciertamente éste de que al presente tratamos no requiere menor
modestia y sobriedad; mas es preciso estar muy sobre aviso, para que ni nuestro
entendimiento, ni nuestra lengua, pase más adelante de lo que la Palabra de
Dios nos ha asignado. Porque, ¿cómo podrá el entendimiento humano comprender,
con su débil capacidad, la inmensa esencia de Dios, cuando aún no ha podido
determinar con certeza cuál es el cuerpo del sol, aunque cada día se ve con los
ojos? Asimismo, ¿cómo podrá penetrar por sí solo la esencia de Dios, puesto que
no conoce la suya propia? Por tanto, dejemos a Dios el poder conocerse. Porque
sólo Él es, como dice san Hilario, suficiente testigo de sí mismo, y no se
conoce más que por sí mismo. Ahora bien, le dejaremos lo que le compete si le
concebimos tal como Él se nos manifiesta; y únicamente podremos enterarnos de
ello mediante su Palabra.
Cinco
sermones compuso san Crisóstomo contra los anomeos, en los que trata de este
argumento, los cuales, sin embargo, no han podido ni reprimir la audacia de los
sofistas, ni que hayan dado rienda suelta a cuanto se les ha antojado, pues no
se condujeron en esta cuestión con más modestia que lo suelen hacer en otras. Y
como quiera que Dios ha maldecido su temeridad, su ejemplo debe servirnos de
advertencia, y procurar, para entender bien esta doctrina, ser dóciles más bien
que andar con sutilezas; y no nos empeñemos en investigar lo que Dios es sino
dentro de su Palabra sacrosanta, ni pensemos nada acerca de Él sino guiados por
ella, ni digamos nada que no se halle en la misma. Y si la distinción de Padre,
Hijo y Espíritu Santo que se da en Dios, porque es difícil dé entender,
atormenta y causa escrúpulos a algunos más de lo conveniente, acuérdense de que
si nuestro entendimiento se deja llevar de la curiosidad, se mete en un
laberinto; y aunque no comprendan este alto misterio, consientan en ser
dirigidos por la Sagrada Escritura.
Hacer
un catálogo de los errores con que la pureza de nuestra fe, en lo referente a
este artículo, ha sido en los siglos pasados combatida, sería cosa muy larga y
difícil y sin provecho alguno. La mayoría de los herejes intentaron destruir y
hollar la gloria de Dios con desvaríos tan enormes, que tuvieron que darse por
satisfechos con conmover y perturbar a los ignorantes. De un pequeño número de
engañadores se multiplicaron las sectas que, o bien tendieron a destruir la
esencia divina, o bien a confundir la distinción de las Personas. Mas, si
aceptamos como verdad lo que hemos suficientemente probado por la Escritura, o
sea: que la esencia divina es simple e indivisible, aunque pertenece al Padre,
al Hijo y al Espíritu Santo, y por otra parte, que el Padre difiere del Hijo en
cierta propiedad, y el Hijo del Espíritu Santo, no solamente se les cerrará la
puerta a Arrio y a Sabelio, sino también a todos los inventores de errores que
les han precedido.
Miguel
Servet.
Mas,
como quiera que en nuestro tiempo han surgido ciertos espíritus frenéticos,
como Servet y otros, que todo lo han perturbado con sus nuevas fantasías, es
necesario descubrir en pocas palabras sus engaños.
Para
Servet ha resultado tan aborrecible y detestable el nombre de Trinidad, que ha
afirmado que son ateos todos los que él llama---trinitarios". No quiero
citar las desatinadas palabras que inventó para llenarlos de injurias. El
resumen de sus especulaciones es que se dividía a Dios en tres partes, al decir
que hay en Él tres Personas subsistentes en la esencia divina, y que esta
Trinidad era una fantasía por ser contraria a la unidad de Dios. El quería que
las Personas fuesen ciertas ideas exteriores, que no residan realmente en la
esencia divina, sino que representen a Dios de una u otra manera; y que al
principio no hubo ninguna cosa distinta en Dios, porque entonces lo mismo era
el Verbo que el Espíritu; pero que desde que Cristo se manifestó Dios de Dios,
se originó también de El otro Dios, o sea, el Espíritu. Y aunque él ilustre a
veces sus desvaríos con metáforas, como cuando dice que el verbo eterno de Dios
ha sido el Espíritu de Cristo en Dios y el resplandor de su idea; y que el
Espíritu ha sido sombra de la divinidad, sin embargo, luego reduce a nada la
deidad del Hijo y del Espíritu, afirmando que según la medida que Dios
dispensa, hay en uno y en otro cierta porción de Dios, como el mismo Espíritu
estando sustancialmente en nosotros, es también una parte de Dios, y esto aun
en la madera y en las piedras. En cuanto a lo que murmura de la Persona del
Mediador, lo veremos en su lugar correspondiente.
Pero
esta monstruosidad de que Persona no es otra cosa que una forma visible de
Dios, no necesita larga refutación. Pues, como quiera que san Juan afirma que
antes de que el mundo fuese creado el Verbo era con Dios (Jn. 1:l), con esto lo
diferencia de todas las ideas o visiones; pues si entonces y desde toda la
eternidad aquel Verbo era Dios, y tenía su propia gloria y claridad en el Padre
(Jn. 17:5), evidentemente no podía ser resplandor exterior o figurativo, sino
que por necesidad se sigue que era una hipóstasis verdadera, que subsistía en
Dios. Y aunque no se haga mención del Espíritu más que en la historia de la
creación del mundo, sin embargo no se le presenta en aquel lugar como sombra,
sino como potencia esencial de Dios, cuando cuenta Moisés que aquella masa
confusa de la cual se creó todo el mundo, era por Él sustentada en su ser (Gn.
1:2). Así que entonces se manifestó que el Espíritu había estado desde toda la
eternidad en Dios, puesto que vivificó y conservó esta materia confusa del
cielo y de la tierra, hasta que se les dio la hermosura y orden que tienen.
Ciertamente que entonces no pudo haber figura o representación de Dios, como
sueña Servet. Pero él se ve forzado en otra parte a descubrir más claramente su
impiedad, diciendo que Dios, determinando con su razón eterna tener un Hijo
visible, se mostró visible de este modo. Porque si esto fuese cierto, Cristo no
tendría divinidad más que porque Dios lo constituyó como Hijo por su eterno
decreto. Y aún hay más; y es que los fantasmas que pone en lugar de las
Personas, de tal manera los trasforma que no duda en imaginarse nuevos
accidentes en Dios.
Pero
lo más abominable de todo es que revuelve confusamente con todas las criaturas
tanto al Hijo como al Espíritu Santo. Porque abiertamente confiesa que en la
esencia divina hay partes y participaciones, de las cuales cualquier mínima
parte es Dios; y sobre todo dice que los espíritus de los fieles son coeternos
y consustanciales con Dios; aunque en otro lugar atribuye deidad sustancial, no
solamente a las almas de los hombres, sino también a todas las cosas creadas.
De
este hediondo pantano salió otro monstruo semejante, porque ciertos miserables,
por evitar el odio y el deshonor de la impiedad de Servet, confesaron tres
Personas, pero añadiendo esta razón: que el Padre el cual es verdadera y
propiamente único Dios, formando al Hijo y al Espíritu, trasfundió en ellos su
deidad. E incluso usan un modo de expresarse harto extraño y abominable: que el
Padre se distingue del Hijo y del Espíritu en que Él solo es el
"esenciador".
Primeramente
lo que pretenden decir con esto es que Cristo es frecuentemente llamado Hijo de
Dios; de donde concluyen que solamente el Padre se llama propiamente Dios. Pero
no se dan cuenta de que, aunque el nombre de Dios sea propio también del Hijo,
con todo se atribuye a veces por excelencia al Padre, porque es la fuente y
origen de la divinidad; y esto se hace para subrayar la simple unidad de la
esencia.
Replican
que si es verdaderamente Hijo de Dios es cosa absurda tenerlo como hijo de una
Persona. Respondo que ambas cosas son verdad; o sea, que es Hijo de Dios,
porque el Verbo es engendrado del Padre antes del tiempo - pues aún no me
refiero a la Persona del Mediador -; pero, sin embargo, débese tener en cuenta
la Persona, para que el nombre de Dios no se emplee simplemente, sine por el
Padre. Porque si no creemos que hay más Dios que el Padre, claramente se rebaja
al Hijo. Por tanto, cada vez que se hace mención de la divinidad, de ninguna
manera se debe admitir oposición entre el Hijo y el Padre, como si el nombre de
Dios verdadero sólo conviniera al Padre. Porque sin duda el Dios que se
apareció a Isaías fue el verdadero y único Dios; y, sin embargo, san Juan
afirma que fue Cristo (Is. 6:1 ; Jn. 12:41). También el que por boca de Isaías
afirma que "él será para los judíos piedra de escándalo", era el
único y verdadero Dios; ahora bien, san Pablo dice que era Cristo (Is. 8:14;
Rom. 9:33). El que dice por Isaías: "A mí se doblará toda rodilla",
san Pablo asegura que es Cristo (Is. 45:23; Rom. 14:11). Y esto se confirma por
los testimonios que el Apóstol aduce: "Tú, oh Señor, en el principio fundaste
la tierra"; y: "Adórenle todos los ángeles de Dios" (Heb. 1:10,
6; Sal. 102:25; 97:7); testimonios que sólo pueden atribuirse al verdadero
Dios, y que el Apóstol prueba que ' se refieren a Cristo.
Y
no tiene fuerza alguna lo que objetan, diciendo que se atribuye a Cristo lo que
sólo a Dios pertenece porque es resplandor de su gloria. Pues como quiera que
por todas partes se pone el nombre de Jehová, se sigue que referente a la
divinidad tiene el ser por sí mismo. Porque si Él es Jehová, de ningún modo se
puede afirmar que no es aquel Dios que por Isaías dice en otro lugar: "Yo
soy el primero y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios" (Is.
44:6). También hay que advertir lo que dice Jeremías: "Los dioses que no
hicieron el cielo ni la tierra, desaparezcan de la tierra y de debajo de los
cielos" (Jer. 10:11), pues es necesario confesar por el contrario que el
Hijo de Dios es aquel cuya divinidad Isaías demuestra muchas veces por la
creación del mundo. Y, ¿cómo el Creador, que da el ser a todas las cosas, no va
a tener su ser por sí mismo, sino que ha de recibir su esencia de otro? Pues
quien afirme que el Hijo es "esenciado" del Padre, por lo mismo niega
que tenga su ser por sí mismo. Pero el Espíritu Santo se opone a esto
llamándole Jehová, que vale tanto como decir que tiene el ser por sí mismo. Y
si concedemos que toda la esencia está sólo en el Padre, o bien es divisible, o
se le quita por completo al Hijo; y de esta manera, privado de su esencia, será
Dios solamente de nombre. La esencia de Dios, de creer a estos habladores,
solamente es propia del Padre, en cuanto que sólo Él tiene su ser y es el
esenciador del Hijo. De esta manera la divinidad del Hijo no será más que un
extracto de la esencia de Dios o una parte sacada del todo.
Sosteniendo
ellos este principio se ven obligados a conceder que el Espíritu es del Padre
sólo, porque si la derivación es de la primera esencia, la cual solamente al
Padre conviene, con justo título se dirá que el Espíritu no es del Hijo, lo
cual, sin embargo, queda refutado por el testimonio de san Pablo, cuando lo
hace común al Padre y al Hijo. Además, si se suprime de la Trinidad la Persona
del Padre, ¿en qué se diferenciaría del Hijo y del Espíritu Santo, sino en que
sólo El es Dios?
Confiesan
que Cristo es Dios, pero que sin embargo se diferencia del Padre. En ese caso
ha de haber alguna nota en que se diferencien, para que el Padre no sea el
Hijo. Los que la ponen en la esencia, evidentemente reducen a la nada la
divinidad de Cristo, que no puede ser sin la esencia, ni sin que esté la
esencia entera. No se diferenciará el Padre del Hijo, si no tiene cierta
propiedad que no sea propia del Hijo. ¿En qué, pues, los diferenciarán? Si la
diferencia está en la esencia, que me respondan si no la ha comunicado Él a su
Hijo. Ahora bien, esto no se pudo hacer parcialmente, pues seria una impiedad
forjar un dios dividido. Además, de esta manera desgarrarían miserablemente la
esencia divina. Por tanto, no resta sino que se comunique al Padre y al Hijo
totalmente y por completo. Y si esto es así, ya no podrán poner la diferencia
entre el Padre y el Hijo en la esencia.
Si
objetan que el Padre "esenciando" a su Hijo permanece, sin embargo,
único Dios en quien está la esencia, entonces Cristo sería un Dios figurativo y
solamente de título y en apariencia; ya que no hay nada que sea más propio de
Dios que ser, según aquello de Moisés: "El que es, me ha enviado a
vosotros" (Éx. 3:14).
Sería
cosa facilísima de probar con muchos testimonios, que es falso lo que ellos
tienen como principio y fundamento: que siempre que en la Escritura se hace
mención de Dios, no se refiere absolutamente más que al Padre. Incluso en los
testimonios que ellos mismos citan para defensa de su causa, descubren
neciamente su ignorancia, porque allí se pone al lado el nombre del Hijo, por
donde se ve que se compara el uno al otro, y que por esta causa se da
particularmente al Padre el nombre de Dios. Su objeción se refuta
sencillamente. Dicen: Si el Padre no fuese el único Dios, sería padre de sí
mismo. Respondo que no hay ningún inconveniente dentro del orden y graduación
que hemos señalado, en que el Padre sea llamado Dios de una manera particular,
porque no solamente ha engendrado Él de si mismo su sabiduría, sino también es
Dios de Jesucristo en cuanto Mediador, como más por extenso lo trataré luego.
Porque después que Cristo se manifestó en carne, se llama Hijo de Dios, no
solamente en cuanto fue engendrado antes de todos los siglos como Verbo eterno
del Padre, sino también en cuanto tomó el oficio y la persona de Mediador, para
unirnos con Dios. Y ya que tan atrevidamente excluyen al Hijo de la dignidad de
ser Dios, querría que me dijeran si cuando Cristo dice que nadie es bueno más
que Dios (Mt. 19:17), Él se priva de su bondad. Y no me refiero a su naturaleza
humana, pues acaso me objeten que cuanto bien hubo en ella le vino por don
gratuito; lo que pregunto es si el Verbo eterno de Dios es bueno o no. Si ellos
lo niegan, evidentemente quedan acusados de impiedad; si lo confiesan, ellos
mismos se echan la soga al cuello.
Y
en cuanto que a primera vista parece que Cristo declina de sí el nombre de
bueno, ello confirma más aún nuestro propósito; porque siendo esto un título
singular exclusivo de Dios, al ser saludado El como bueno, según la costumbre
corriente, desechando aquel falso honor declara que la bondad que posee es
divina.
Pregunto
también si, cuando san Pablo afirma que sólo Dios es inmortal, sabio y
verdadero (1 Tim. 1:17), Cristo con estas palabras es colocado entre los
mortales, donde no hay más que fragilidad, locura y vanidad. ¿No será inmortal
el que desde el principio fue la Vida, y dio la inmortalidad a los ángeles? ¿No
será sabio el que es eterna Sabiduría de Dios? ¿No será veraz la misma Verdad?
Pregunto, además, si les parece que Cristo debe ser adorado. Porque si con
justo título se le debe el honor de que toda rodilla se doble ante Él (Flp.
2:10), se sigue que es el Dios que ha prohibido en la Ley que ningún otro fuese
adorado. Si ellos quieren entender del Padre solo lo que dice Isaías: "Yo,
yo soy el primero y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios" (ls.
44:6), digo que esto es a propósito para refutar su error, pues vemos que se
atribuye a Cristo cuanto es propio de Dios. Ni viene a nada su respuesta, que
Cristo fue ensalzado en la carne en la que había sido humillado, y que fue en
cuanto hombre como se le dio toda potestad en el cielo y en la tierra; porque,
aunque se extiende la majestad de Rey y de Juez a toda la persona del Mediador,
sin embargo, si Dios no se hubiera manifestado como hombre, no hubiera podido
ser elevado a tanta altura sin que Dios se opusiese a sí mismo. Pero san Pablo
soluciona muy bien toda esta controversia, diciendo que Él era igual a Dios
antes de humillarse bajo la forma de siervo (Flp. 2:6, 7). Mas, ¿cómo podría
existir esta igualdad si no fuese aquel Dios cuyo nombre es Jah y Jehová, que
cabalga sobre los querubines, Rey de toda la tierra y Rey eterno? Y por más que
murmuren, lo que en otro lugar dice Isaías, de ninguna manera se le puede negar
a Cristo: "He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos
salvará" (ls. 25:9), pues con estas palabras se refiere claramente a la
venida de Dios Redentor, el cual no solamente había de sacar al pueblo de la
cautividad de Babilonia, sino que también había de constituir la Iglesia en
toda su perfección.
También
son vanas sus tergiversaciones al decir que Cristo fue Dios en su Padre, porque
aunque a causa del orden y la graduación admitamos que el principio de la
divinidad está en el Padre, sin embargo mantenemos que es una fantasía
detestable decir que la esencia sea propia solamente del Padre, como si fuese
el deificador del Hijo, pues entonces, o la esencia se divide en partes, o
ellos llaman Dios a Cristo falsa y engañosamente. Si conceden que el Hijo es
Dios, pero en segundo lugar después del Padre, en ese caso la esencia que en el
Padre no tiene generación ni forma, en Él sería engendrada y formada.
Sé
muy bien que muchos se burlan de que nosotros deduzcamos la distinción de las
Personas del texto en que Moisés presenta a Dios hablando de esta manera:
"Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza"
(Gen. 1:26); pero los lectores piadosos ven que Moisés hubiera empleado fría e
ineptamente esta manera de hablar, si en Dios no hubiese varias Personas.
Evidentemente aquellos con quienes habla el Padre no eran criaturas; pues fuera
de Dios no hay nada que no sea criatura. Por tanto, si ellos no están de
acuerdo en que el poder de crear y la autoridad de mandar sean comunes al Hijo
y al Espíritu Santo con el Padre, se sigue que Dios no ha hablado consigo
mismo, sino que dirigió su palabra a otros artífices exteriores a Él.
Finalmente un solo texto aclara sus objeciones, porque cuando Cristo dice que
"Dios es espíritu" (Jn. 4:24), no hay razón alguna para restringir
esto solamente al Padre, como si el Verbo no fuese espiritual por naturaleza. Y
si este nombre de Espíritu es propio tanto del Hijo como del Padre, de aquí
concluyo que el Hijo queda absolutamente comprendido bajo el nombre de Dios. Y
luego se añade que el Padre no aprueba otra clase de servicio, sino el de
aquellos que le adoran en espíritu y en verdad; de donde se sigue que Cristo,
que ejerce el oficio de Doctor bajo el que es Cabeza suprema, atribuye al Padre
el nombre de Dios, no para abolir su propia divinidad, sino para elevarnos a
ella poco a poco.
Pero
se engañan al imaginarse tres, de los cuales cada uno tiene su parte de la
esencia divina. Nosotros, al contrario, enseñamos, conforme a la Escritura, que
no hay más que un solo Dios esencialmente y, por ello, que tanto la esencia del
Hijo como la del Espíritu Santo no han sido engendradas; pero, como quiera que
el Padre es el principio en e orden y engendró de si mismo su sabiduría, con
justa razón es tenido como hace poco dijimos, por principio y fuente de toda la
divinidad Y así Dios no es en absoluto engendrado, y también el Padre respecto
a su Persona es ingénito.
Se
engañan también los que piensan que de lo que nosotros decimos se puede
concluir una cuaternidad, pues con falsía y calumniosamente nos atribuyen lo
que ellos han forjado en su imaginación, como si nosotros supusiéramos que de
una misma esencia divina se derivan tres Personas; pues claramente se ve en
nuestros libros que no separamos las Personas de la esencia, sino que decimos
que, aunque residan en la misma, sin embargo hay distinción entre ellas. Si las
Personas estuviesen separadas de la esencia, sus razones tendrían algún
fundamento, pero entonces la Trinidad sería de dioses, no de Personas, las
cuales decimos que un solo Dios encierra en sí; y de esta manera queda
solucionada la cuestión sin fundamento que suscitan al preguntar si concurre la
esencia a formar la Trinidad, como si nosotros supusiéramos que de ella
proceden tres dioses.
La
objeción que promueven, que de esta manera la Trinidad estará sin Dios, procede
de su misma necedad y torpeza. Porque aunque la Trinidad no concurra como parte
o como miembro para distinguir las Personas, con todo ni las Personas existen
sin ella, ni fuera de ella; porque, si el Padre no fuese Dios, no podría ser
Padre; ni el Hijo podría ser Hijo si no fuese Dios. Por tanto, afirmanos
absolutamente que la divinidad es por sí misma. Y por eso declaramos que el
Hijo, en cuanto Dios, es por sí mismo, prescindiendo de su aspecto de Persona;
pero en cuanto es Hijo, decimos que procede del Padre. De esta manera su
esencia no tiene principio, y el principio de la Persona es Dios mismo. Y
ciertamente todos los antiguos doctores eclesiásticos que escribieron acerca de
la Trinidad refirieron este nombre únicamente a las Personas, porque sería gran
error, e incluso impiedad brutal, incluir la esencia en la distinción. Porque
los que se forjan una concurrencia de la esencia, el Hijo y el Espíritu, como
si la esencia estuviera en lugar de la Persona del Padre, evidentemente
destruyen la esencia del Hijo y del Espíritu Santo; pues en ese caso las partes
que deben ser distintas entre si se confundirían, lo cual va contra la regla de
la distinción.
Finalmente,
si estos dos nombres: Padre y Dios, quieren decir lo mismo, y el segundo no
conviene al Hijo, se seguiría que el Padre es el deificador, y no quedaría al
Hijo más que una sombra de fantasma; y la Trinidad no sería sino la unión de un
solo Dios con dos cosas creadas.
Respecto
a la objeción de que Cristo, si fuese propiamente Dios, se llamaría sin razón
Hijo de Dios, ya hemos respondido a esto que, porque en ese caso se establece
comparación de una Persona con otra, el nombre de Dios no se toma
absolutamente, sino que se especifica del Padre en cuanto es principio de la
divinidad, no esenciando al Hijo y al Espíritu Santo, como mienten estos amigos
de fantasías, sino por causa del orden, según hemos ya explicado.
En
este sentido se debe tomar la conversación que Cristo sostuvo con su Padre:
"Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero,
y a Jesucristo, a quien has enviado" (Jn. 17:3). Porque como habla en la
Persona del Mediador, ocupa un lugar intermedio entre Dios y los hombres, sin
que a pesar de ello su majestad quede rebajada. Pues aunque Él se humilló a si
mismo, no perdió su gloria respecto a su Padre, si bien ante el mundo estuvo
oculta. Y así el Apóstol, en la carta a los Hebreos, capítulo segundo, después
de confesar que Jesucristo se rebajó durante algún tiempo por debajo de los
ángeles, no obstante no duda en afirmar a la vez que Él es el Dios eterno que
fundó la tierra.
Así
que debemos tener como cierto que siempre que Cristo, en la persona del
Mediador, habla con el Padre, bajo el nombre de Dios comprende también su
propia divinidad. Así, cuando dijo a sus apóstoles: Os conviene que yo me vaya;
porque el Padre es mayor que yo (Jn. 16:7), no quiere decir que sea menor que
el Padre según la divinidad en cuanto a su esencia eterna, sino porque gozando
de la gloria celestial acompaña a los fieles para que participen de ella, pone
al Padre en primer lugar, porque la perfección de su majestad que aparece en el
cielo difiere de la medida de gloria que se ha manifestado en El al revestirse
de carne humana. Por esta misma razón san Pablo dice en otro lugar que Cristo
entregará el reino a Dios y al Padre, para que Dios sea "todo en todas las
cosas" (1 Cor. 15:24-28). Nada más fuera de razón que despojar a Cristo de
su perpetua divinidad; ahora bien, si Él nunca jamás dejará de ser Hijo de
Dios, sino que permanecerá siempre como fue desde el principio, síguese que
bajo el nombre de Padre se comprende la esencia única de Dios, que es común al
Padre y al Hijo. Y sin duda por esta causa Cristo descendió a nosotros, para
que al subirnos a su Padre, nos subiese a la vez a Él mismo, por ser una misma
cosa con el Padre. Así que querer que el Padre sea exclusivamente llamado Dios,
sin llamar así al Hijo, no es lícito ni justo. Por esto San Juan afirma que es
verdadero Dios (1 Jn. 5:20), para que ninguno piense que fue pospuesto al Padre
en cuanto a la divinidad. Me maravilla lo que pretenden decir estos inventores
de nuevos dioses, cuando después de haber confesado que Jesucristo es verdadero
Dios, luego lo excluyen de la divinidad del Padre, como si pudiera ser
verdadero Dios sin que sea Dios uno y único, o como si una divinidad infundida
de otra parte no fuera sino una mera imaginación.
En
cuanto a los pasajes que reúnen de san Ireneo, en los cuales afirma que el
Padre de Jesucristo es el único y eterno Dios de Israel, esto es o una necedad
o una gran maldad. Deberían darse cuenta de que este santo varón tenía que
disputar y que habérselas con gente frenética, que negaba que el Padre de
Cristo fuese el Dios que antiguamente había hablado por Moisés y por los
Profetas, y que decía que era una fantasía producida por la corrupción del mundo.
Y ésta es la razón por la cual insiste en mostrar que la Escritura no nos habla
de otro Dios que del que es Padre de Jesucristo, y que era un error imaginarse
otro. Por tanto, no hay por qué maravillarse de que tantas veces concluya que
jamás hubo otro Dios de Israel sino aquel que Jesucristo y sus apóstoles
predicaron. Igual que ahora, para resistir al error contrario del que tratamos,
podemos decir con toda verdad que el Dios que antiguamente se apareció a los
patriarcas no fue otro sino Cristo; y si alguno replicase que fue el Padre
únicamente, la respuesta evidente sería que al mantener la divinidad del Hijo
no excluimos de ella en absoluto al Padre.
Si
se comprende el intento de san Ireneo, cesará toda disputa. El mismo san
Ireneo, en el capítulo sexto, libro tercero, expuso toda esta controversia. En
aquel lugar este santo varón insiste en que Aquel a quien la Escritura llama
absolutamente Dios, es verdaderamente el único y solo Dios. Y luego dice que
Jesucristo es llamado absolutamente Dios. Por tanto, debemos tener presente que
todo el debate que este santo varón sostuvo, como se ve por todo el desarrollo,
y principalmente en el capítulo cuarenta y seis del libro segundo, consiste en
que la Escritura no habla del Padre por enigmas y parábolas, sino que designa
al verdadero Dios. Y en otro lugar prueba que los profetas y los apóstoles
llamaron Dios juntamente al Hijo y al Padre. Después expone cómo Cristo, el
cual es Señor, Rey, Dios y Juez de todos, ha recibido la autoridad de Aquel que
es Dios, en consideración a la sujeción, pues se humilló hasta la muerte de
cruz. Sin embargo, afirma un poco más abajo que el Hijo es el Creador del cielo
y de la tierra, que dio la Ley por medio de Moisés y se apareció a los
patriarcas. Y si alguno todavía murmura que Ireneo solamente tiene por Dios de
Israel al Padre, le responderé lo que el mismo autor dice claramente: que
Jesucristo es éste mismo; y asimismo le aplica el texto de Habacuc: Dios vendrá
de la parte del Mediodía.
Está
de acuerdo con todo esto lo que dice en el capítulo noveno del libro cuarto,
que Cristo juntamente con el Padre es el Dios de los vivos. Y en el mismo
libro, capítulo duodécimo, expone que Abraham creyó a Dios, porque Cristo es el
Creador del cielo y de la tierra y el único Dios.
No
con menos falsedad alegan a Tertuliano como defensor suyo. Aunque ciertamente a
veces es duro y escabroso en su manera de hablar, no obstante enseña sin
dificultad alguna la misma doctrina que yo mantengo; a saber, que si bien no
hay más que un solo Dios, sin embargo por cierta disposición Él es con su
Verbo; y que no hay más que un solo Dios en unidad de sustancia, mas, no
obstante esta unidad, por una secreta disposición se distingue en Trinidad; que
son tres, no en esencia, sino en grado, y no en sustancia, sino en forma; no en
potencia, sino en orden. Es cierto que dice que el Hijo es segundo después del
Padre, pero no entiende ser otro, sino ser distinta Persona. En cierto lugar
dice que el Hijo es visible, pero después de haber disputado por una y por otra
parte, resuelve que es invisible en cuanto que es Verbo del Padre. Finalmente,
diciendo que el Padre es notado y conocido por su Persona, muestra que está muy
ajeno y alejado del error contra el cual combato. Y aunque él no reconoce más
Dios que el Padre, luego en el contexto declara que eso no lo entiende
excluyendo al Hijo, porque dice que Él no es un Dios distinto del Padre, y que
con ello no queda violada la unidad de imperio de Dios con la distinción de
Persona. Y es bien fácil de deducir el sentido de sus palabras por el argumento
de que trata, y por el fin que se propone. Pues él combate con Práxeas,
diciendo que, aunque se distingan en Dios tres Personas, no por ello hay varios
dioses, y que la unidad no queda rota; y porque, según el error de Práxeas,
Cristo no podía ser Dios sin que Él mismo fuese Padre, por eso Tertuliano
insiste tanto en la distinción.
En
cuanto que llama al Verbo y al Espíritu una parte del todo, aunque esta manera
de hablar es dura, admite excusa, pues no se refiere a la sustancia, sino
solamente denota una disposición que concierne a las Personas exclusivamente,
como el mismo Tertuliano declara. Y está de acuerdo con esto lo que el mismo
Tertuliano añade: "¿Cuántas personas, oh perversísimo Práxeas, piensas que
hay, sino tantas cuantos nombres hay?" De la misma manera un poco después:
"Hay que creer en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, en cada
uno según su nombre y su Persona".
Me
parece que con estas razones se puede refutar suficientemente la desvergüenza
de los que se escudan en la autoridad de Tertuliano para engañar a los
ignorantes.
Ciertamente
que cualquiera que se dedicare con diligencia a cotejar los escritos de los
antiguos unos con otros, no hallará en san Ireneo más que lo mismo que
enseñaron los que vivieron después de él. Justino Mártir es uno de los más
antiguos, y está de acuerdo en todo con nosotros. Se objeta que Justino y los
demás llaman al Padre de Jesucristo solo y único Dios. Lo mismo dice san
Hilario, y aún habla más enérgicamente, diciendo que la eternidad está en el
Padre. ¿Mas dice esto por ventura para quitar al Hijo la esencia divina? Al
contrario, los libros que escribió muestran que todo su intento es proponer lo
que nosotros confesamos. Y sin embargo, esta gente no siente reparo en
entresacar medias sentencias y palabras con las que quieren convencer a los
demás de que Hilario es de su misma opinión y defiende el mismo error que
ellos. También traen el testimonio de san Ignacio. Si quieren que lo que citan
de él tenga algún valor, prueben primero qué los apóstoles inventaron la
Cuaresma y ordenaron cómo se había de guardar y otro cúmulo de cosas
semejantes. No hay cosa más necia que las niñerías que en nombre de san Ignacio
se propagan, y tanto más insoportable resulta la desvergüenza de los que así se
enmascaran para engañar a los ignorantes.
Claramente
también se puede ver el acuerdo de todos los antiguos por el hecho de que Arrio
no se atrevió en el Concilio Niceno a proponer su herejía con la autoridad ni
aun de un solo docto, lo cual él no hubiera omitido de tener posibilidad; ni
tampoco Padre alguno, griego o latino, de los que en este Concilio se juntaron
con Arrio, se excusó jamás de no ser de la misma opinión que sus predecesores.
Ni
es preciso contar cómo san Agustín, a quien estos descarados tienen por mortal
enemigo, ha empleado toda la diligencia posible en revolver los libros de los
antiguos y con cuánta reverencia ha admitido su doctrina. Porque ciertamente,
si hay el menor escrúpulo del mundo, suele decir cuál es la causa que le
impulsa a no ser de su opinión. E incluso en este argumento, si ha leído en
otros autores alguna cosa dudosa y oscura, no lo disimula. Pero él tiene como
indubitable que la doctrina que éstos condenan ha sido admitida sin disputa
alguna desde la más remota antigüedad; y claramente dice que lo que los otros
antes de él habían enseñado, no lo ignoró, cuando en el libro primero de la
Doctrina Cristiana dice que la unidad está en el Padre. ¿Dirán por ventura que
se olvidó de sí mismo? Pero él se lava de esta calumnia cuando llama al Padre
principio de toda la divinidad, porque no procede de ningún otro, considerando
por cierto muy prudentemente que el nombre de Dios se atribuye particularmente
al Padre, pues si no comenzamos por Él, de ningún modo podremos concebir una
unidad simple y única en Dios.
Espero
que por lo que hemos dicho, todos los que temen a Dios verán que quedan
refutadas todas las calumnias con que Satanás ha pretendido hasta el día de hoy
pervertir y oscurecer nuestra verdadera fe y religión. Finalmente confío en que
toda esta materia haya sido tratada fielmente, para que los lectores refrenen
su curiosidad y no susciten, más de lo que es lícito, molestas e intrincadas
disputas, pues no es mi intención satisfacer a los que ponen su placer en
suscitar sin medida alguna nuevas especulaciones.
Ciertamente,
ni a sabiendas ni por malicia he omitido lo que pudiera ser contrario a mí. Mas
como mi deseo es servir a la Iglesia, me pareció que sería mejor no tocar ni
revolver otras muchas cuestiones de poco provecho y que resultarían enojosas a
los lectores. Porque, ¿de qué sirve disputar si el Padre engendra siempre?
Teniendo como indubitable que desde toda la eternidad hay tres Personas en
Dios, este acto continuo de engendrar no es más que una fantasía superflua y
frívola.
[1]
San Hilario de Poitiers fue un padre y doctor de la iglesia que vivió 315-366
d.C. aprox., quien combatió la herejía arriana severamente especialmente en el
concilio de Nicea. Su obra más importante es su tratado Sobre la Trinidad (De
Trinitate). Fue dado el apelativo de "Atanasio de Occidente".
[2]
Aurelius Augustinus (354 - 430) -mejor conocido como San Agustín o Agustín de
Hipona. Fue un gran padre de la fe y defensor de la verdad. La actividad
episcopal de Agustín es enorme y variada. Predica a todo tiempo y en muchos
lugares, escribe incansablemente, polemiza con aquellos que van en contra de la
ortodoxia de la doctrina cristiana de aquel entonces, preside concilios,
resuelve los problemas más diversos que le presentan sus fieles. Se enfrentó a
maniqueos, donatistas, arrianos, pelagianos, priscilianistas, académicos, etc.
[3]
Fue discípulo de San Policarpo -discípulo, a su vez, del Apóstol San Juan-,
obispo de Esmirna, quien le envió a las Galias (157). Explicó que al rechazar a
los falsos profetas había que acoger el verdadero don de profecía. Pese a
rechazar los "excesos carismáticos" y apocalípticos del montanismo,
consideró que no se podía prohibir las manifestaciones del Espíritu Santo
dentro de las iglesias. Escribió el tratado Contra las herejías.
[4]
Una de las principales figuras del siglo III para el cristianismo, Quinto
Septimio Florencio Tertuliano, más conocido simplemente como Tertuliano de
Cartago, en el actual Túnez. Lucho contra la herejía, especialmente con el
Gnosticismo; y por las obras doctrinales producidas el llego a ser maestro de
Cipriano, el predecesor de Agustín, y el fundador de la teología latina. Es el
primero en usar la palabra latina "trinitas". Él nos dice, con
respecto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo:
Los tres son uno, por el hecho de que
los tres proceden de uno, por unidad de substancia. (Adversus Praxeam II)
[volver al índice]
Bibliografía:
INSTITUCIÓN
DE LA RELIGIÓN CRISTIANA
POR
JUAN CALVINO
TRADUCIDA
Y PUBLICADA POR CIPRIANO DE VALERA EN 1597
REEDITADA
POR LUIS DE USOZ y RÍO EN 1858
No hay comentarios.:
Publicar un comentario