Cargo No. 3 contra la iglesia moderna
“Como está escrito: No hay justo, ni
aun uno; no hay quien entienda. No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron,
a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”
(Romanos 3:10-12).
El
libro de romanos es uno de mis libros favoritos de la Biblia. No es una
teología sistemática; pero si pudiéramos decir que un libro en la Biblia es una
teología sistemática, sería este. ¿No es sorprendente que Pablo dedica los
primeros tres capítulos de ese libro a una cosa: convencer que todos viven bajo
condenación? Pero la condenación no es el gran summum bonum (14) en su
teología; no es su propósito final o definitivo. Es un medio con el cual traer
salvación a sus lectores, porque el hombre tiene que conocerse a sí mismo antes
de poder entregarse a Dios. El hombre está tan caído, que tiene que despojarse
totalmente de toda esperanza en la carne antes de poder acudir a Dios.
Es
importante en todo sentido, pero es de especial importancia en la
evangelización.
Tenía
yo 21 años y apenas había sido llamado a predicar cuando entré a una vieja
tienda en Paducah, Kentucky, donde vendían trajes a pastores a mitad de precio.
Lo estaban haciendo desde hacía unos 50 o 60 años. De pronto, se abrió la
puerta, sonó el timbre y la puerta se cerró. Había entrado un anciano. No capté
su nombre, pero se acercó y me miró de frente.
Dijo:
“Muchacho, tú has sido llamado a predicar, ¿no es cierto?”
Contesté:
“Así es, señor”.
Resultó
ser que el anciano era un evangelista.
Dijo:
“¿Ves ese edificio justo afuera de este?”
“Sí”,
contesté. “Yo solía predicar allí. Descendía el Espíritu de Dios y las almas se
salvaban”.
“Cuénteme”, le pedí.
“No
se parecía en nada a este evangelismo actual. Predicábamos por dos o tres
semanas sin hacer ninguna invitación a los pecadores. Arábamos y arábamos los
corazones hasta que empezaba a obrar Dios quebrantándolos”, dijo.
“Señor,
¿cómo sabía cuándo venía el Espíritu de Dios para quebrantar sus corazones?”
pregunté.
A
lo que él respondió: “Pues déjame darte un ejemplo. Hace muchos años entré en
esta tienda para comprar un traje. Alguien me había dado $30, diciendo:
‘Pastor, vaya mañana a comprarse un traje’. Y cuando entré, el joven empleado a
cargo de la tienda me miró y cayó de rodillas exclamando: ‘¿Quién puede salvar
a un hombre malo como yo?’ Fue entonces que supe que el Espíritu de Dios se
había manifestado en ese lugar”.
En
la actualidad simplemente entramos y les hablamos a las personas, les hacemos
tres preguntas exploratorias y les preguntamos si quieren orar una oración y
pedirle a Jesús que venga a su corazón. Los convertimos en hijos dobles del
infierno quienes nunca volverán a prestarse para escuchar el evangelio por la
mentira religiosa que nosotros, como evangélicos, hemos lanzado de nuestra
boca.
Cuando
tratamos el pecado con superficialidad, en primer lugar estamos luchando contra
el Espíritu Santo. “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia
y de juicio” (Juan 16:8). Hay en la actualidad predicadores muy populares que
se preocupan más por darle a uno “lo mejor de la vida ahora” que por la
eternidad. Y se jactan de que no mencionan el pecado en su predicación. Les
puedo decir esto: A menos que esté obrando contra sí mismo, el Espíritu Santo
no tiene nada que ver con tales ministerios. ¿Por qué? Aunque el predicador
diga que su ministerio no es enfocar el pecado del hombre, el del Espíritu
Santo sí lo es. El ministerio del Espíritu Santo es venir y convencer al mundo
de pecado. Y entonces sepan esto: Cuando no encaramos específicamente, con
pasión y amor a los hombres y su condición depravada, el Espíritu Santo anda
muy lejos de nosotros.
Somos
engañadores cuando encaramos livianamente el mal del hombre, como lo hacían los
pastores de la época de Jeremías: “Y curan la herida de mi pueblo con
liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz” (Jer. 6:14).
No
solo somos engañadores, somos también inmorales. Somos como el médico que niega
el juramento hipocrático porque no quiere darle al paciente una mala noticia,
pensando que se enojará con él, o se pondrá triste. Entonces, para evitarlo, no
le da la noticia indispensable para salvar su vida.
En
estos días, algunos predicadores me dicen: “¡No, no! Hermano, usted no
entiende. No somos como la gente en la época de John y Charles Wesley. Nuestra
cultura es distinta de la época en que predicaron Whitefield y Edwards (15). No
somos tan fuertes como lo eran ellos; estamos quebrantados. No tenemos tanta
autoestima; somos débiles y no podemos soportar tal predicación”. Presten
atención: ¿Han estudiado alguna vez la vida de estos hombres? ¡La cultura de
ellos tampoco podía soportar lo que ellos predicaban! Nadie nunca ha podido
soportar la predicación del evangelio. Reaccionarán en contra con la ferocidad
de un animal o se convertirán. Nuestro mundo está plagado con este repugnante
mal de la autoestima. ¡Nuestro peor problema es que estimamos el yo más de lo
que estimamos a Dios!
También
somos ladrones cuando no hablamos ampliamente del pecado. ¡Somos ladrones!
Pregunto yo: Esta mañana, ¿a dónde se fueron todas las estrellas? ¿Pasó por
aquí algún gigante cósmico con un canasto, las recogió a todas y se las llevó a
otra parte? ¿A dónde se fueron todas las estrellas esta mañana? Allí están,
pero no podíamos verlas. Pero cuando el cielo se fue oscureciendo más y más, y
la noche se puso negra, aparecieron las estrellas en la plenitud de su gloria.
Cuando uno se niega a enseñar acerca de la depravación radical del hombre es
imposible glorificar a Dios, su Cristo y su cruz, porque la plenitud de la cruz
de Jesucristo y su gloria se hace más evidente cuando tiene como telón de fondo
nuestra depravación. “Sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho”
(Luc. 7:47). Sabía ella cuánto había sido perdonada porque sabía lo malvada que
era.
Ay,
tenemos miedo de hablarles a los hombres de su impiedad, y por ello, nunca
pueden amar a Dios. Les hemos robado la oportunidad de jactarse no del yo, sino
de seguir la exhortación: “Mas el que se gloría, gloríese en el Señor” (2 Cor.
10:17).
(14)
summum bonum – (latín) el mejor bien
o el más elevado.
(15)
Jonathan Edwards (1703-1758) –
predicador y teólogo evangélico congregacional; reconocido junto con George
Whitefield, por su predicación durante el Gran Despertar.
Si desea leer o estudiar los 10 cargos completos vaya al siguiente enlace:
Autor:
Paul Washer
Fuente:
Chapel Library
Transcripción
y edición para Blogger de Cesar Ángel. Evangelio primitivo
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