27 may 2019
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La Justificación de Dios. Significado
La Justificación de Dios. Significado
Charles Hodge (1797-1898)
Cómo puede el hombre ser
justo ante Dios? La respuesta a esta pregunta determina el carácter de nuestra
religión, y, si la adoptamos en la práctica, también nuestro destino futuro.
Dar una respuesta equivocada es errar el camino al Cielo. Es errar donde el
error es fatal, porque no puede ser corregido. Si Dios requiere una cosa, y le
presentamos otra, ¿cómo podemos ser salvos? Si ha revelado un método por el
cual puede ser justo y no obstante justificar al pecador, y si rechazamos ese
método e insistimos en seguir un camino distinto, ¿cómo podemos esperar ser
aceptos? Por lo tanto, la respuesta a la pregunta del comienzo tiene que ser
motivo de seria reflexión para todos los que asumen la posición de maestros
religiosos y para todos los que dependen de sus enseñanzas. Como no hemos de
ser juzgados representados por un apoderado, sino que cada uno tiene que dar
cuenta de sí, cada uno tiene que sentirse seguro de lo que la Biblia enseña
sobre este tema. Lo único que pueden hacer los maestros religiosos es
esforzarse por guiar las investigaciones de los que ansían aprender el camino
de Vida. Y para lograrlo, el método más seguro es atenerse estrictamente a las
enseñanzas de las Escrituras y exponer el tema como ellas lo presentan.
Una de las doctrinas
principales de la Biblia que encontramos en ella de principio a fin, ya sea
declarada o sugerida, es que estamos bajo la Ley de Dios. Esto se aplica a
todas las clases de hombres, sea que tengan una revelación divina o no. Todo lo
que Dios ha revelado como una regla de conducta está incluida en la
constitución de la Ley que compromete a todos aquellos a quienes la revelación
es dada y por la cual serán juzgados al final. Aquellos que no han recibido una
revelación externa de la voluntad divina la entienden sin ayuda. El
conocimiento del bien y del mal, escrito en sus corazones, es por naturaleza
una ley divina, teniendo su autoridad y aprobación, y por ella los paganos
serán juzgados el último día.
Dios ha considerado correcto
anexar la promesa de vida a la obediencia a su Ley. “El hombre que haga estas
cosas, vivirá por ellas” (Rom. 10:5) son las palabras de la Biblia sobre este
tema. Al abogado que admitió que la Ley requería amor a Dios y al hombre, le
dijo nuestro Salvador: “Bien has respondido; haz esto, y vivirás” (Luc. 10:28).
Y al que le preguntó: “¿Qué bien haré para tener la vida eterna?” le dijo: “Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mat. 19:17). Por otro
lado, la Ley denuncia la muerte como la pena por la transgresión: “La paga del
pecado es muerte” (Rom. 6:23). Tal es la declaración uniforme de las Escrituras
sobre este tema.
La obediencia que la Ley
demanda es llamada justicia, y los que practican esa obediencia son llamados
justos. Adjudicarle justicia a uno, o declararlo justo, es el significado bíblico
de la palabra “justificar”. La palabra nunca significa “hacer bueno” en un
sentido moral, sino siempre “pronunciarlo justo”. Por eso Dios dice: “Yo no
justificaré al impío” (Éxo. 23:7). El Señor ordenó a los jueces que justifiquen
a los justos y condenen a los malos (Deut. 25:1). Pronuncia una maldición sobre
los que “justifican al impío mediante cohecho” (Isa. 5:23). El Nuevo Testamento
dice: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de
él” (Rom. 3:20). “Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?” (Rom.
8:33-34). Casi no hay palabra en la Biblia cuyo significado sea más claro. No
hay ningún pasaje en el Nuevo Testamento en el que se use fuera de su sentido
ordinario y común.
Cuando Dios justifica al
hombre, lo declara justo. Justificar nunca significa “hacer a uno santo”. Se
dice que es pecado justificar al impío, pero nunca puede ser pecaminoso
santificar al impío. Y como la Ley exige justificación, atribuir justicia a
alguien es, en el lenguaje bíblico, justificar. Hacer (o constituirlo) justo es
otra expresión equivalente. Por lo tanto, ser justo delante de Dios y ser
justificado significa lo mismo, como en el siguiente versículo: “Porque no son
los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán
justificados” (Rom. 2:13).
El lector cuidadoso de la
Biblia y especialmente el ansioso por saber su contenido no puede dejar de
observar que estas diversas expresiones –ser justo a los ojos de Dios, atribuir
justicia, constituir a uno justo y otros similares– son tan intercambiables que
se explican las unas con las otras y hacen claro que justificar al hombre es
atribuirle justicia. La pregunta importante es, entonces: ¿Cómo se obtiene esta
justicia? Tenemos razón para estar agradecidos que la respuesta que la Biblia
da a esta pregunta es tan perfectamente clara.
En primer lugar, la Biblia
no sólo declara sino que también da prueba que la justicia por la cual seremos
justificados ante Dios no es por nuestras obras. El primer argumento del
apóstol sobre este punto se deriva del hecho de que la Ley demanda una justicia
perfecta. Si la Ley fuera satisfecha por medio de una obediencia imperfecta, o
por una rutina de obligaciones exteriores, o por cualquier servicio que el
hombre pudiera cumplir, entonces sí la justificación sería por obras. Pero dado
que requiere obediencia perfecta, la justificación por las obras es, para el
pecador, absolutamente imposible. Por eso es que el apóstol razona: “Porque
todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues
escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas
escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gál. 3:10). Debido a que la Ley
pronuncia su maldición sobre cada uno que no cumple todo lo que dicta, y
ninguno puede pretender que es perfectamente obediente, concluimos que todos
los que dependen de la Ley para su justificación serán condenados. Eso mismo
dice en un versículo más adelante: “Y la ley no es de fe, sino que dice: El que
hiciere estas cosas vivirá por ellas”. Es decir, que la Ley no se satisface por
medio de una sola gracia o por una obediencia imperfecta. No admite ni puede
admitir otra base de justificación que el cumplimiento completo de sus
requisitos. Por lo tanto, en el mismo capítulo Pablo dice: “Porque si la ley
dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley” (Gál.
3:21). Si la Ley pudiera declarar justo al hombre, y así dar derecho a la vida
prometida a los que han desobedecido sus mandamientos, no hubiera existido la
necesidad de ninguna otra estipulación para que el hombre sea salvo, pero como
la Ley no puede reducir sus requisitos, la justificación por la ley es
imposible. La Biblia enseña esta misma verdad de distinta manera cuando dice:
“Pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gál.
2:21). No habría existido la necesidad de la muerte de Cristo, si fuera posible
satisfacer la ley por medio de la obediencia imperfecta que pudiéramos cumplir.
Por lo tanto, Pablo advierte a todos los que dependen de las obras para
justificación de que son deudores de la ley entera (Gál. 5:3). No admite
avenencias, no puede demandar menos de lo que es correcto y lo correcto es la
obediencia perfecta. Por lo tanto dice lo mismo que antes: “Maldito todo aquel
que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para
hacerlas” (Gál. 3:10), y “El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas”
(Rom. 10:5). Por lo tanto, todo el que espera ser justificado por las obras
tiene que comprenderlo, no que es él mejor que otros, o que es muy correcto y
hace muchas cosas, o que ayuna dos veces por semana y da el diezmo de todo lo
que posee, sino que es sin pecado.
Que la Ley de Dios es así de
estricta en sus demandas es una verdad que constituye el fundamento de todo el
razonamiento de Pablo en cuanto al método de justificación. Da pruebas de que
los gentiles han pecado contra la ley escrita en sus corazones, y que los
judíos han quebrantado la Ley revelada en sus Escrituras; así es que tanto
judíos como gentiles, están en pecado, y todo el mundo es culpable ante Dios.
Por esto, infiere, que este razonamiento no tiene fuerza, excepto en la
suposición de que la Ley demanda obediencia perfecta. ¡Cuántos hay de los que
admiten abiertamente que son pecadores y dependen de sus obras para ser
aceptados por Dios! No ven ninguna contradicción entre su admisión de pecado y
la expectativa de ser justificados por las obras. La razón es que proceden basados
en un principio muy diferente del adoptado por el apóstol: suponen que la Ley
puede ser satisfecha por medio de una obediencia muy imperfecta. Pablo
presupone que Dios demanda conformidad perfecta con su voluntad, que su ira se
revela contra toda impiedad y falta de justicia y rectitud en el hombre. A él,
pues, le basta con que los hombres han pecado para probar que no pueden ser
justificados por las obras. No es una cuestión de hasta qué nivel, sea más o
sea menos, porque en este sentido no hay diferencias “por cuanto todos pecaron,
y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:23).
El hombre está predispuesto
a pensar que esta doctrina, aunque la Biblia la enseña claramente, es muy
severa. Se imagina que sus buenas obras serán comparadas con sus malas obras, y
que será recompensado o castigado según uno o el otro predomine, o que los
pecados de una parte de su vida son expiados por las buenas obras de la otra
parte, o que puede librarse meramente por una confesión y un arrepentimiento.
No puede tener tales expectativas si se creyera bajo una ley. No hay ley humana
que se administre como los hombres parecen esperar que se administre la Ley de
Dios. El que roba o comete homicidios, aunque sólo sea una vez, aunque confiesa
y se arrepiente, aunque realice muchos actos de caridad, no es menos ladrón u
homicida. La Ley no puede tomar en cuenta su arrepentimiento y reforma. Si roba
o comete un homicidio, la Ley lo condena. La justificación por la Ley es
imposible para él. La Ley de Dios se extiende a los rincones más secretos del
corazón. Condena lo que sea impío en su naturaleza. Si alguien viola esta regla
perfecta del derecho, la justificación por la Ley ya no se aplica: no ha
cumplido con sus condiciones, y la Ley sólo puede condenarlo. Justificarlo sería
decir que no ha trasgredido.
No obstante, el hombre cree
que no será tratado según los principios de una ley estricta. Aquí radica su
error fatal. Es aquí donde está directamente en conflicto con las Escrituras,
que actúa según la presuposición uniforme de nuestra sujeción a la Ley. Bajo el
gobierno de Dios, una ley estricta no es otra cosa que excelencia perfecta, es
la práctica constante de rectitud moral. Aun la conciencia, cuando debidamente
perceptiva y despierta, es tan estricta como la Ley de Dios. Se niega a ser
acallada por el arrepentimiento, la reforma o las penitencias. Hace cumplir
cada mandato y cada denuncia de nuestro Soberano Gobernante, y enseña –con la
claridad con que lo hacen las Escrituras mismas– que la justificación por medio
de una obediencia imperfecta es imposible. Pero como la conciencia es falible,
no se puede confiar en su testimonio en este sentido. La apelación es a la
Palabra de Dios, que enseña claramente que es imposible que el pecador sea
justificado por las obras, porque la Ley demanda obediencia perfecta.
El segundo argumento del
apóstol para demostrar que la justificación no es por obras es a través del
testimonio de las Escrituras del Antiguo Testamento. Este testimonio es
presentado de diversas maneras. En primer lugar, al proseguir el apóstol
basándose en el principio de que la Ley demanda obediencia perfecta, todos esos
pasajes que declaran la pecaminosidad universal de los hombres son
declaraciones que no pueden ser justificadas por las obras. Por lo tanto cita
pasajes como el siguiente: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no
hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay
quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom. 3:10-12). El Antiguo
Testamento, al enseñar que todos los hombres son pecadores, por ende enseña,
según el apóstol, que nunca pueden ser aceptos ante Dios basándose en su propia
justicia. Decir que un hombre es pecador es decir que la Ley lo condena, y por
supuesto, no lo puede justificar. Debido a que las antiguas Escrituras están
llenas de declaraciones de la pecaminosidad de los hombres, están igualmente
llenas de pruebas de que la justificación no es por obras.
Pero en segundo lugar, Pablo
cita su testimonio afirmativo directo en apoyo a su doctrina. Los Salmos dicen:
“Y no entres en juicio con tu siervo; Porque no se justificará delante de ti
ningún ser humano” (Sal. 143:2). Él cita este pasaje con frecuencia, y de la
misma clase son todos aquellos pasajes que hablan de la insuficiente o
despreciable justicia humana a los ojos de Dios.
En tercer lugar, el apóstol
hace referencia a los pasajes que implican la doctrina por la cual lucha; o sea
a los que hablan de la aceptación de los hombres por parte de Dios como un
asunto de su gracia, como algo que no merecen, y sobre lo cual no tienen ningún
derecho basado en su propio mérito. Es con esta perspectiva que hace referencia
a la expresión de David: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son
perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el
Señor no inculpa de pecado” (Rom. 4:7-8). El que alguien sea perdonado implica
que no es culpable, y el hecho de que es culpable implica que su justificación
no puede basarse en su propio carácter o conducta. No necesitamos decir que, en
este sentido, toda la Biblia, de principio a fin, está llena de condenaciones a
la doctrina de la justificación por las obras. Cada confesión penitente, cada
apelación a la misericordia de Dios es un acto de renuncia a todo mérito
personal, una declaración de que la esperanza del penitente no se basaba en
nada en él mismo. Tales confesiones y apelaciones son hechas con frecuencia con
aquellos que todavía dependen de sus buenas obras o su justicia inherente para
ser aceptados por Dios. No obstante, esto no invalida el argumento del apóstol.
Sólo muestran que tales personas tienen un concepto distinto de lo que es
necesario para la justificación del que tiene el apóstol. Suponen que las
demandas de la Ley son tan bajas que aunque son pecadores y necesitan ser
perdonados, pueden cumplir lo que la Ley demanda. Pablo argumenta basado en la
premisa de que la Ley requiere obediencia perfecta, y por lo tanto cada
confesión de pecado o pedido de misericordia involucra una renuncia a la
justificación por la Ley.
La Ley no conoce ninguna
otra cosa fuera de la obediencia como la base de la aceptación. Si las
Escrituras dicen que somos aceptados por fe, con ello dicen que no somos
aceptados en razón de la obediencia.
Tomado de “The Way of Life: A Handbook of Christian
Belief and Practice” (El camino de vida: un manual de creencias y prácticas
cristianas); 1841.
Charles Hodge (1797-1898).
Fue el teólogo presbiteriano norteamericano más influyente del siglo XIX.
Enseñó teología en el Seminario Princeton. Mejor conocido por sus tres tomos
sobre Systematic Theology (Teología sistemática).
Fuente: Portavoz de la
Gracia
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