Doctrinas de la Gracia

13 dic 2019

Propiciación: Satisfaciendo la Ira de Dios




Por Josef Urban

Quizás no haya otra palabra en la Biblia entera que sea más importante y más llena con verdad cuando se trata de explicar el significado de la cruz de Jesucristo que la palabra “propiciación”. Sin entender el concepto teológico detrás de esta palabra extraña, uno no podrá entender por qué Jesús realmente murió. Pero tristemente, parece que la verdad detrás de esta palabra ha sido en gran parte perdida en los tiempos modernos, ya que la verdadera naturaleza de la cruz de Cristo es a menudo minimizada u olvidada en la predicación moderna, a favor de enfatizar el amor de Dios o los temas más agradables que a las personas les gustan oír. No obstante, a pesar de toda la oposición, debemos regresar al Evangelio bíblico. Y creer y entender que Jesucristo es nuestra propiciación es absolutamente esencial para creer el verdadero Evangelio. 

Permítame declarar esto claramente: si perdemos el concepto teológico de la propiciación de nuestra predicación, perdemos el Evangelio mismo. Esto no significa que el predicar la propiciación es predicar todo el Evangelio, como si todo lo que tuviéramos que predicar fuera la verdad de la propiciación, y al a hacerlo predicaríamos todo el Evangelio. El verdadero Evangelio abarca una variedad de temas teológicos interrelacionados, y cada uno de ellos está comprimido en una palabra que es igualmente de suma importancia, como se puede ver en palabras como expiación, sustitución, redención, reconciliación, resurrección, etc. Todas estas palabras son enormemente importantes cuando se trata de entender la cruz, y nunca debemos exaltar a una sobre las otras de tal manera que enfatizamos una supuesta verdad resumida en una de ellas mientras que ignoramos las verdades esenciales contenidas en las otras. Sin embargo, lo que estoy diciendo aquí es que si perdemos vista de la naturaleza propiciatoria de la muerte de Cristo y la justa y santa naturaleza de la ira de Dios siendo satisfecha en la cruz del Calvario, y de alguna manera inventamos un “evangelio” que no consiste de ningún concepto de la santa ira de Dios siendo apaciguada y Su inflexible justicia siendo satisfecha, entonces inevitablemente perdemos vista del Evangelio mismo. Este tema verdaderamente es de importancia vital.


La palabra “propiciación” aparece solo unas cuantas veces en el Nuevo Testamento entre las traducciones [en inglés] más literales (como la KJV, NKJV, NASB y ESV). Romanos 3:24-25 nos habla de “Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre.” En Hebreos 9:5, la misma palabra griega que fue usada en Romanos 3:25 (hilastērion) es traducida como “propiciatorio”, refiriéndose a la tapa del Arca del Pacto. En 1 Juan 2:1-2 leemos: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.” Luego en 1 Juan 4:10, el amado apóstol usa el término otra vez: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.”

La palabra “propiciación” se refiere a un sacrificio que apacigua la ira de Dios al satisfacer Su justicia. En las Escrituras, “propiciar” es aplacar y apaciguar la ira de Dios de parte de un pecador culpable que merece ser castigado; y con respecto al Evangelio, es convertir tal ira en favor divino. Miremos al testimonio de las Escrituras:

“Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por Su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en Su sangre, para manifestar Su justicia, a causa de haber pasado por alto, en Su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo Su justicia, a fin de que Él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.” (Rom. 3:23-26)

En estos versículos, se dice que Jesucristo fue exhibido públicamente como nuestra propiciación según el plan soberano de Dios. Específicamente, la propiciación fue realizada por “Su sangre”, es decir, por Su obra completada de propiciar a Dios por nosotros que fue cumplida por el derramamiento de Su sangre (todo lo que cumplió por Su muerte sustitutoria). Los beneficios de esta propiciación, que incluyen el perdón y la justificación, son recibidos “por medio de la fe” por aquél que cree en Jesucristo. La razón por la cual Dios abiertamente exhibió a Su Hijo como una propiciación era para “manifestar Su justicia” a fin de satisfacer Su justicia eterna de tal manera que Él pudiera perdonar a un pecador culpable sin dejar a un lado lo que la justicia demandaba, por lo tanto permitiendo que Dios sea perfectamente justo y al mismo tiempo el que perdona a los criminales que creen en Jesús.

Para entender este pasaje de Escritura mejor, debemos entender algo acerca del hilo de pensamiento en los primeros capítulos del libro de romanos. En estos capítulos, comenzando con 1:18, el apóstol Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, establece una prosecución poderosa en contra toda la humanidad, denunciando a cada miembro de la raza caída de Adán con la acusación de transgredir la santa Ley de Dios. Hasta 3:21, no se ofrece esperanza alguna al pecador culpable, que ha sido desnudado y avergonzado abiertamente por el Espíritu Santo. Se demuestra que todos están bajo pecado, tanto los judíos como los gentiles, y no se ofrece ni un respiro de alivio entre estos versículos, que han sido diseñados para tapar cada boca y demostrar que todo el mundo es culpable ante Dios (Rom. 3:19). Todos son demostrados a ser culpables y merecedores de la ira de Dios.

El apóstol comenzó su discurso al rugir la gran ira de Dios: “Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Rom. 1:18). Luego continuo su discurso exponiendo sobre la ira de Dios: “Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras… pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego” (Rom. 2:5-6, 8-9). Y finalmente, en capitulo tres, después de totalmente destruir toda esperanza vana de cualquier seguridad carnal puesta en una justicia basada en la obras, justo cuando el lector está boqueando por aire y temblando ante el pensamiento de enfrentar la venganza de un Dios airado, el apóstol ofrece al pecador condenado Su única esperanza de salvación: la “propiciación” que Dios puso en nombre del pecador (véase Rom. 3:25).

En otras palabras, toda la ira que se estaba acumulando mientras que deteníamos la verdad en injusticia fue derramada sobre el sacrificio propiciatorio. Todo el enojo santo, la ira feroz, e indignación ardiente de Dios que estábamos atesorando para nosotros debido a nuestras innumerables transgresiones cayó sobre y aplastó Aquél que era nuestro Sustituto. Toda la ira que estaba amontonada y esperando ser derramada sobre los pecadores culpables que un día creerían en el Evangelio fue derramada sobre el Hijo de Dios en la cruz del Calvario. Él llevó la misma ira de Dios que fue expuesta en esos primeros tres capítulos, al cargar las iniquidades de aquellos mismos que en esos pasajes fueron condenados, y al ser aplastado por el Padre en el lugar de todos los que creerían en el Evangelio, a fin de satisfacer la ira de Dios contra el pecado de parte de los que tienen fe en Jesús.


Por esta misma razón el profeta Isaías escribió: “Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por Su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros” (Isa. 53:4-6). Noten que el profeta dice que Jesús fue “molido por nuestros pecados”. La palabra hebrea para “molido” aquí es “daka”, que en realidad debe ser traducida en el lenguaje moderno como “aplastado”. En el mismo capítulo, un poco más abajo en el versículo 10, leemos: “Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento.” La misma palabra hebrea es usada aquí para “quebrantarlo” que la del versículo 5. Entonces el versículo 10 nos revela que no fueron los soldados romanos que aplastaron el Hijo de Dios, ni fueron los azotes, ni las burlas, ni los clavos, ni la corona de espinas. Ni fueron los judíos quienes lo aplastaron. ¡En realidad “Jehová” fue quien aplastó a Su propio Hijo! La justicia perfecta de Dios fue ofendida por los criminales culpables y el Señor demandaba que la naturaleza justa de la Ley sea vindicada. Por lo tanto la ira tenía que ser derramada sobre los culpables. Pero en vez de que los culpables sufran por sus propios pecados, el hijo de Dios en Su amor y misericordia descendió y llevó sus iniquidades y fue aplastado en su lugar para satisfacer la justicia y asegurar para ellos el perdón de Dios.

La imagen es de un Dios santo que es absolutamente perfecto y justo y totalmente aborrece el pecado, que ha sido ofendido por pecadores culpables y cuya justa ira contra el pecado está hirviendo y está lista a explotar en la furia total de la omnipotencia sobre los culpables—pero, sin embargo, en Su gran amor, queriendo perdonar la vida de los pecadores de la eterna condenación, envía a Su Hijo para cargar sobre Sí mismo la ira y furia de la justicia divina como el Sustituto del pecador. De esta manera, la justicia es satisfecha y Dios puede perdonar al pecador sin hacer daño a las demandas de la justicia perfecta que Su naturaleza justa demandaba.

Una copa de ira le esperaba al pecador y la justicia demandaba que esa copa fuera bebida hasta la última gota (véase Isa. 51:17; Jer. 25:15; Apo. 14:10). Sin embargo Jesucristo bebió la copa en el lugar del pecador, y vació la justicia divina de todas sus acusaciones contra el pecador que cree en el Evangelio, no dejando ni una gota de condenación en la copa que tenía que ser derramada sobre la cabeza del pecador perdonado. Por esta razón Jesús dijo en Juan 18:11: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” Note que era el Padre que dio a Su Hijo la copa para beber. Esta no era solamente la copa de sufrir los dolores de ser torturado y asesinado en la mano de hombres, sino que esta fue la copa de la ira de Dios dada a Él por el Padre y derramada sobre el Hijo por el Padre. Esta es la copa de la cual el salmista dijo: “Porque el cáliz está en la mano de Jehová, y el vino está fermentado, lleno de mistura; y él derrama del mismo; hasta el fondo lo apurarán, y lo beberán todos los impíos de la tierra” (Salmo 75:8). Jesucristo bebió esa copa en el lugar del impío. Él bebió ese cáliz hasta el fondo y secó la ira de Dios de su furia contra los que creen el Evangelio. De esta manera Él propició la ira de Dios. 

Jesús fue tratado como si Él mismo fuera pecado para que el pecador pueda ser tratado como si él mismo sea perfectamente justo. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él” (2 Cor. 5:21). Él llevó las iniquidades de todos aquellos que creerían el Evangelio; y Él, el Justo, sufrió y murió en el lugar de los injustos. “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Ped. 3:18). Ahora el pecador impío que cree en el Hijo de Dios con una fe verdadera puede ser salvado por la gracia de Dios: “más al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Rom. 4:5). Dios hizo todo esto por nosotros porque nos ama, y ahora somos salvos de la ira de Dios por fe en la sangre del Señor Jesucristo: “Mas Dios muestra Su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en Su sangre, por Él seremos salvos de la ira” (Rom. 5:8-9).

Entonces, ¿cómo puede un Dios justo perdonar a un pecador culpable y seguir siendo justo? ¿Cómo puede Dios ser “justo, y el que justifica” al culpable al mismo tiempo? Jesucristo mismo es la respuesta a nuestro gran dilema. Él fue nuestro Sustituto sufriente y ahora, como resultado, es nuestro Salvador sin pecado que nos salva de la ira de Dios.

Como mencione más arriba, la misma palabra griega que fue usada en Romanos 3:25 (hilastērion) es traducida “propiciatorio” para referirse a la tapa del Arca del Pacto en Hebreos 9:5. En la Septuaginta (una antigua traducción griega del Antiguo Testamento), la misma palabra griega fue usada para referirse casi exclusivamente al propiciatorio en el Arca de Dios. Si aplicamos este concepto del propiciatorio a Romanos 3:25, aprendemos que Jesucristo mismo es nuestro “propiciatorio”. Esto muy bien puede haber estado en la mente del apóstol Pablo cuando el Espíritu Santo lo inspiró a escribir tales palabras. Veamos este concepto.

El Arca del Pacto se encontraba en el Lugar Santísimo dentro del tabernáculo, y después, en el templo de Dios. A dentro estaban las tablas de la Ley de Dios (Exo. 25:16, 21). Cubriendo el Arca estaba el propiciatorio, con dos querubines sentados encima con sus alas extendidas sobre ello, como los guardianes de la santidad de Dios. Entre los querubines, más arriba del propiciatorio, estaba la presencia inmediata de Dios (Exo. 25:22, Sal. 80:1, 99:1). Nadie menos el Sumo Sacerdote de Israel era permitido entrar en el Lugar Santísimo y acercarse al Arca, y él sólo era permitido entrar una vez al año en Yom Kippur, el Día de Expiación anual (véase Lev. 16). En ese día, é entraría al Lugar Santísimo y rociaba la sangre del sacrificio expiatorio sobre y ante el propiciatorio con el fin de hacer expiación por los pecados del pueblo del pacto de Dios. En esa manera, la ira de Dios sería propiciada y los pecados de ellos serían perdonados. Por supuesto, todo esto era solo una sombra y no la verdadera sustancia de la salvación, porque “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Heb. 10:4). Sin embargo vemos en esto una ilustración maravillosa de la obra del Salvador.

Hebreos capítulo 9 relaciona el Día de Expiación del Antiguo Testamento con la obra de Cristo de nuestra parte. Éste dice que Jesucristo es nuestro Sumo Sacerdote y que Él entró a la presencia inmediata de Dios por nosotros en el Cielo. “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por Su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9:11-12). Sin embargo, Él no sólo es nuestro Sumo Sacerdote y el sacrificio, sino que también es el propiciatorio, el mismo lugar donde un Dios santo viene a reconciliación con el hombre pecaminoso y le muestra misericordia por medio de un sacrificio propiciatorio.

Dentro del Arca del Pacto, bajo el propiciatorio, estaba el testimonio de la Ley de Dios que el hombre había violado. Esta Ley quebrantada clamaba para la justicia y la muerte de los que la habían transgredido. Arriba del propiciatorio Dios estaba entronado en Su perfecta pureza y santidad como un Juez justo, lleno de ira contra el pecado. Sin embargo entre Dios y Su Ley violada estaba el propiciatorio actuando como un mediador entre los dos. Era precisamente en este propiciatorio que la sangre de expiación fue rociada por un Hombre (Dios que se hizo Hombre) con el fin de reconciliar a Dios y el hombre. La Ley ofendida fue apaciguada por la sangre del sacrificio, y Dios podía perdonar Su pueblo del pacto, los que se arrepienten y creen el Evangelio, porque Cristo es el propiciatorio sangriento que nos reconcilia a Dios. “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5). Así como el propiciatorio cubierto con sangre del Arca del Pacto era el lugar donde el hombre pecador (el Sumo Sacerdote representando la nación de Israel) se encontraba con un Dios santo, ahora Jesucristo como nuestro gran propiciatorio es el lugar donde nosotros, como criaturas pecaminosas, nos encontramos en paz con un Dios santo y justo y encontramos la reconciliación.


En el Antiguo Testamento, vemos esta doctrina tremenda de la propiciación prefigurada simbólicamente en muchos lugares además del Día de Expiación descrito en Levítico 16. En el libro de Números, leemos de una situación que sucedió cuando los hijos de Israel murmuraron contra Moisés y Aarón (y por ende contra el Señor). ¡Ellos tenían la audacia de hacer esto justo después de la rebelión de Coré, después de ver a la tierra abrirse y tragarle a éste y su compañía vivos al Seol!

Aquí está la historia: “El día siguiente, toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón, diciendo: Vosotros habéis dado muerte al pueblo de Jehová. Y aconteció que cuando se juntó la congregación contra Moisés y Aarón, miraron hacia el tabernáculo de reunión, y he aquí la nube lo había cubierto, y apareció la gloria de Jehová. Y vinieron Moisés y Aarón delante del tabernáculo de reunión. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Apartaos de en medio de esta congregación, y los consumiré en un momento. Y ellos se postraron sobre sus rostros. Y dijo Moisés a Aarón: Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y sobre él pon incienso, y ve pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado. Entonces tomó Aarón el incensario, como Moisés dijo, y corrió en medio de la congregación; y he aquí que la mortandad había comenzado en el pueblo; y él puso incienso, e hizo expiación por el pueblo, y se puso entre los muertos y los vivos; y cesó la mortandad. Y los que murieron en aquella mortandad fueron catorce mil setecientos, sin los muertos por la rebelión de Coré. Después volvió Aarón a Moisés a la puerta del tabernáculo de reunión, cuando la mortandad había cesado” (Núm. 16:41-50).

Nota que en esta historia los hijos de Israel habían pecado, y la ira de Dios fue desatada sobre ellos por su pecado. Dios estaba consumiéndolos en Su ira. Pero Aarón, que era el Sumo Sacerdote, tomó un incensario con fuego del altar y puso incienso en ello y corrió en medio de la congregación para hacer expiación por ellos. El fuego fue tomado del altar de las ofrendas quemadas donde los sacrificios por el pecado eran ofrecidos continuamente, y por lo tanto el fuego representaba simbólicamente la sangre de la expiación. Luego él se puso entre los muertos y los vivos, mediando en nombre de los vivos, y la plaga cesó. La mediación de Aarón había propiciado la ira de Dios.

Esto es lo que Cristo nuestro Sumo Sacerdote ha hecho por nosotros. Nosotros habíamos pecado y ofendido a Dios y Su ira fue desatada sobre nosotros como una plaga. Pero Jesucristo se ofreció a Sí mismo como un sacrificio a Dios y Su vida de obediencia perfecta era el aroma agradable del incienso ofrecido con el sacrificio. Él propició la ira de Dios y ahora Dios nos puede aceptar por Su obra sacerdotal de parte de nosotros, y no sólo Su ira ha sido propiciada por nosotros, pero la justicia de Cristo nos ha sido imputada como un regalo gratuito y Dios puede complacerse en aceptarnos.

También leemos de algo parecido ocurriendo en 2 Samuel 24. Nos dice que David pecó contra el Señor al tomar un censo de la nación. La ira de Dios fue desatada y se extendió por toda la nación como una plaga y mató a 70,000 hombres. Finalmente, por la palabra del profeta Gad, David fue a la era de Arauna el jebuseo para ofrecer un sacrificio propiciatorio, y leemos: “Y edificó allí David un altar a Jehová, y sacrificó holocaustos y ofrendas de paz; y Jehová oyó las súplicas de la tierra, y cesó la plaga en Israel” (2 Sam. 24:25). La ira de Dios fue propiciada y la plaga cesó.

Hay algunos que rechazan la idea de Cristo sufriendo la ira de Dios en el lugar de los pecadores. Entre ellos hay los que se oponen al decir: “Si un hombre ha pecado y merece la ira eterna de Dios en el infierno, ¿cómo es que Cristo puede ser su Sustituto real si Él sólo cargó una ira temporal en la cruz?” Ellos razonan diciendo que si el castigo que los pecadores merecen es eterno, ¿cómo podría haber sufrido Cristo literalmente en el lugar de ellos para llevar la ira de Dios que ellos merecían sobre Sí mismo, si Él no sufrió toda una eternidad bajo la ira de Dios? De este modo razonan con sus mentes carnales que no es posible que un sacrificio “finito” de seis horas en una cruz sea el equivalente de tomar el castigo de un Infierno eterno que es infinito en duración, el cual todo pecador merece. Sin embargo este tipo de razonamiento no sólo es defectuoso en lógica pero también blasfemo en naturaleza. ¡Cómo te atreves, oh hombre, de sugerir que la cruz de Jesucristo fue un sacrificio finito y no uno infinito! Es verdad que los pecadores merecen un castigo infinito en un lago de fuego, pero el sacrificio del Señor de la gloria fue un sacrificio infinito porque mientras que estaba en ese madero, Él cargó la fuerza entera de la furia de la ira de Dios en Su Persona todo a una vez (algo que ninguna criatura finita jamás podría hacer), ¡y no sólo eso, pero Su sacrificio fue de infinito valor! ¡Él pudo propiciar la ira de Dios de parte de todo pecador que creería porque Él vale más que todos esos pecadores juntos! Él es de infinito valor; ¡por lo tanto Su sacrificio fue infinito en poder y valor, y por ende pudo propiciar la ira de Dios de parte de pecadores al ser su Sustituto real para el castigo infinito que ellos merecían!

La sangre de Cristo fue nuestro sacrificio expiatorio que propició la ira de Dios por nosotros (Rom. 3:25). Los pecadores que rehúsan arrepentirse y creer el Evangelio pasarán toda una eternidad en el lago de fuego porque tales tormentos nunca podrán expiar por sus pecados y por lo tanto serán condenados eternamente (Mat. 25:41). El fuego y el tormento no pueden apaciguar la ira de Dios porque estos no pueden hacer expiación por el pecado, y mientras que el pecado permanezca, la ira de Dios permanece. Sólo la sangre de Jesucristo puede limpiarnos del pecado y quitar el pecado (Heb. 9:22; 1 Juan 1:7). Por lo tanto los que son condenados a sufrir la venganza de Dios por toda la eternidad nunca hallarán descanso porque su pecado permanecerá para siempre—separándolos para siempre del favor y las bendiciones de Dios. Sin embargo para todos los que creen en el Evangelio, Cristo sufrió la venganza de Su Padre en la cruz y experimentó la fuerza total de Su ira justa, y en ese tiempo en la cruz experimentó lo que significaba ser tratado como pecado, el convertirse en una maldición y ser desamparado de Dios (2 Cor. 5:21; Gál. 3:13; Mat. 27:46). Y finalmente, después de llevar tanta trauma como el Sustituto del pecador—además de toda la sangre que fue derramada desde la agonía de la hemorragia de sangre en Getsemaní hasta las seis horas brutales de estar colgando entre el cielo y la tierra sobre esa cruz—la lanza que atravesó su costado derramó la sangre que apagó la llama de la venganza eterna y fluyó como un río para lavar todas las manchas de los pecadores culpables.

Algunos se oponen a la idea de la propiciación al decir que la mera idea de todo esto hace que Dios parezca a un tirano enojado o algún tipo de monstruo. Ellos ven la ira de Dios como una emoción indeseable y fea que está muy lejos de la perfección que caracteriza a Dios. Ellos dicen que Dios sólo es amor, y que Dios no requiere que se haga un pago real para satisfacer alguna ira que tenga, y se oponen al decir que esta idea de aplacar a una deidad airada con un sacrificio es un concepto pagano. Algunos hasta incluso llaman la idea de una propiciación “blasfemia”. Pero estas objeciones tienen su origen en la filosofía griega pagana y no en las Escrituras hebreas, y son difundidas en los tiempos modernos por el espíritu humanista que ha penetrado una gran parte de la erudición moderna. Ya hemos visto que el concepto de la ira de Dios contra los pecadores es enseñado a través de toda la Escritura, y ni hemos arañado la superficie de todos los textos que hablan de ello.

Como se puede ver leyendo a través de toda la Biblia, el castigo por el pecado no es sólo la consecuencia natural del pecado, sino que el castigo por el pecado ha sido declarado por un Juez justo que demanda que los estándares de Su naturaleza santa reveladas en la Ley sean satisfechas. Hay algunos que dicen: “Dios no castiga a nadie porque Él es bueno.” Pero tales personas no entienden que porque Dios es bueno, por eso tiene que castigar el pecado. Un juez bueno tiene que ejecutar la sentencia de la ley sobre el criminal culpable. Si un juez bueno perdonaría a un criminal sin satisfacer las demandas de la ley, eso no sería una buena acción, y sería una abominación a Dios (Pro. 17:15). El castigo del pecado en las Escrituras no es sólo sufrir las consecuencias naturales del mismo pecado, así como sería el resultado de poner un dedo en el fuego y experimentar las consecuencias naturales de tal acción. No, hay un Juez santo que dice que los impíos tendrán carbones de fuego derramados sobre sus cabezas y serán lanzados al fuego (Sal. 140:10).

Como el profeta dijo: “Jehová es Dios celoso y vengador; Jehová es vengador y lleno de indignación; se venga de sus adversarios, y guarda enojo para sus enemigos” (Nah. 1:2). Este es el Dios a quien nosotros tendremos que rendir cuentas un día. Su amor no contradice Su ira. Su misericordia no contradice Su justicia. Su aceptación de pecadores no contradice Su santidad. Y Él puede perdonar los pecadores ahora y justificarlos y aceptarlos eternamente en el Amado por lo que el Hijo de Dios hizo de parte de ellos en la cruz. “La misericordia y la verdad se encontraron; La justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10). Dios puede ahora demostrar misericordia a los pecadores sin contradecir la verdad de Su naturaleza justa. La justicia ha sido satisfecha de parte del que cree en Jesús, y por eso, Dios ahora puede estar en paz con aquellos contra quienes estaba anteriormente opuesto en Su santidad. Ahora podemos tener “paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1).

No obstante, llegados a este punto, es importante entender que el sacrificio propiciatorio de Cristo no cambió la mente de Dios repentinamente y le forzó a hacer algo que de otro modo no hubiera querido hacer. Algunos predicadores han representado a Dios de esta manera, como si la naturaleza esencial del Padre fuera sólo una de santidad e ira mientras que la naturaleza esencial del Hijo fuera sólo una de amor y misericordia. El Hijo no cambió la idea del Padre e hizo que el Padre sea propicio a los pecadores contra Su deseo. Fue Dios el Padre mismo que envió a Su Hijo a ser la propiciación por nuestros pecados, y el Hijo vino de Su propia voluntad según el plan eterno del Padre de que de Su vida por los pecadores (véase Juan 10:18). Y todo esto fue motivado por el insondable amor redentor que Dios tenía para Sus escogidos desde la eternidad pasada. Por esta razón se habla de Jesús como el “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Apo. 13:8).

Era porque Dios es amor que Dios envió y entregó a Su único Hijo por nosotros. El amor de Dios es lo que lo motivó a dar Su Hijo, y el amor del Hijo por el Padre y por Sus escogidos fue lo que le motivó a dar Su propia vida. “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:7-10). Si Dios no fuera amor, la muerte de Cristo en la cruz nunca hubiera ocurrido. Él nunca hubiera llevado la ira de Dios por pecadores que merecen el infierno si Dios no fuera amor. Pero era precisamente el amor de Dios que lo motivó a decretar la muerte de Su propio Hijo con el fin de satisfacer la justicia y apaciguar Su ira contra el pecado de todo aquel que se arrepiente y cree el Evangelio.

Ahora, por el sacrificio propiciatorio que se ha hecho, Dios se complace en perdonar a los pecadores. Hay gozo en el Cielo cuando un pecador se arrepiente (Lucas 15:10). Como el padre del hijo prodigo que se regocijó al ver a su hijo regresar a casa, Dios se regocija con gran gozo al ver a pecadores arrepentirse (véase Lucas 15:22-24). El corazón de Dios revelado en el Evangelio de Su Hijo es salvar y no destruir las vidas de los hombres (Lucas 9:56). “Porque no envió Dios a Su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él. El que en Él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:17-18). Dios envió Su Hijo al mundo a ser una propiciación para satisfacer Su ira justa porque, como Dios dice por medio del profeta Ezequiel: “Diles: Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva” (Eze. 33:11).

Ahora la prueba de que si estamos bajo la ira de Dios, o si estamos bajo la gracia y el favor de Dios, es si estamos en Jesucristo o no. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre Él” (Juan 3:36). Todo pecado demanda un castigo por el Juez del universo. La pregunta es, estimado lector: ¿Ha sido castigado tú pecado en Jesucristo en la cruz del Calvario, o todavía estas en tus pecados, estando a punto de recibir el castigo de tus propios pecados por ti mismo? Si todavía estás en tus pecados, entonces puedes estar seguro de que la ira de Dios está atesorándose sobre tu cabeza como una nube obscura lista para derramar una tormenta poderosa de indignación santa. Sin embargo, si te arrepientes y crees el Evangelio, si te lanzas sobre el Señor Jesucristo en una entrega completa, y pones tu vida a Sus pies, mirándolo a Él y sólo a Él para que te salve, entonces puedes saber que Él mismo llevó tus pecados en Su cuerpo sobre el madero, ¡y que no permanece ninguna condenación para ti! (1 Pet. 2:24; Rom. 8:1). ¡Oh, qué tal precio pagó Él por pecadores indignos como nosotros! ¡Cómo podrían nuestros corazones no llenarse de un profundo y duradero amor por Él quien de tal manera nos amó!

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