10 dic 2019
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Cree usted que tiene alguna buena obra? Charles Spurgeon
Cree usted que tiene alguna buena obra? Charles Spurgeon
Cristo “se dio a sí mismo
por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo
propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14).
Seguramente, ninguno de
ustedes terminará con un espíritu legalista esta mañana por lo que vamos a
decir, porque después de nuestras repetidas exhortaciones de que eviten
cualquier cosa que se parezca a confiar en sus propias obras —exhortaciones
que, esperamos, tendrán la unción del Espíritu Santo— será muy difícil que nos
malentiendan, al punto de suponer que cuando hablamos hoy sobre buenas obras,
queremos que crean que éstas puedan promover su salvación eterna. Hace dos
domingos nos esforzamos por hacerles entender la diferencia entre los dos
pactos: El pacto de gracia1 y el pacto de obras2. Les
ruego que recuerden lo que dijimos en aquella oportunidad y, si por algún
desliz dijéramos ahora algo que parece legalismo3, por favor cotejen
ambos mensajes y, si de alguna manera nos desviamos de la gran verdad de la justificación4,
rechacen nuestro testimonio…
Los hijos de Dios son un
pueblo santo. Fue para este propósito que nacieron y fueron traídos al mundo:
Para que fueran santos. Para esto fueron redimidos por sangre y hechos un
pueblo adquirido. El propósito de su elección y la intención de todos sus
propósitos no se cumplen hasta que se convierten en un pueblo celoso de buenas
obras.
Primero,
entonces, contestemos la pregunta: “¿Qué son buenas obras?”
Me atrevo a decir que ofenderemos
a muchos cuando expliquemos qué son las buenas obras y podemos recorrer mucho
camino antes de ver siquiera una buena obra. Usamos aquí la palabra buena en su
sentido correcto. Hay muchas obras que son buenas entre un hombre y otro, pero
aquí usaremos la palabra buena en un sentido más elevado, a saber, en relación
con Dios. Pensamos que podremos mostrarles que hay muy pocas buenas obras, en
general, y que no hay ninguna fuera del ámbito de la iglesia de Cristo.
Creemos, si leemos las Escrituras correctamente, que ninguna obra puede ser
buena, a menos que sea ordenada por Dios. ¡Esto pone en evidencia gran parte de
lo que los hombres hacen a fin de obtener la salvación! El fariseo dijo que
diezmaba la menta, el anís y el comino, pero ¿podía probar que Dios le había
ordenado diezmar su menta, su anís y su comino? Quizá no. Dijo que ayunaba
tantas veces por semana. ¿Podía probar que Dios le dijo que ayunara? Si no, su
ayuno no era obediencia. Si hacemos algo que Dios no nos ordena hacer, no lo
hacemos como un acto de obediencia. Vanas pues, son todas las pretensiones de
los hombres que mortifican sus cuerpos, castigan su carne o hacen esto o
aquello para obtener el favor de Dios. Ninguna obra es buena, a menos que Dios
la haya ordenado. Uno puede edificar muchas casas para desamparados, pero si se
construyen sin referencia al mandamiento divino, no se ha realizado ninguna
buena obra.
Además,
nada es una buena obra, a menos que se realice con una buena motivación y
no hay motivación que se pueda llamar buena, a menos que sea para la gloria de
Dios. El que realiza buenas obras con la intención de salvarse, no las hace por
un buen motivo porque su motivación es egoísta. El que las hace también para
ganarse la estima de sus semejantes y por el bien de la sociedad, tiene un
motivo loable en cuanto al hombre se refiere, pero es, después de todo, una
motivación inferior. ¿Qué fin persigue? Es para beneficio de sus iguales,
entonces que ellos le recompensen porque eso no tiene nada que ver con Dios.
Una obra no es buena, a menos que se haga para la gloria de Dios. Y nadie puede
hacerla para esto hasta que Dios le haya enseñado lo que es su Gloria y uno se
haya sometido a la voluntad divina de Dios, de modo que lo único a que uno
aspira es al Altísimo y las obras que promuevan su gloria y honra en el mundo.
Incluso, amados, cuando
nuestras obras son realizadas con las mejores motivaciones, nada es una buena
obra, a menos que sea realizada con fe porque “sin fe es imposible agradar a
Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es
galardonador de ¿Cree usted que tiene acaso alguna buena obra? 5 los que le
buscan” (He. 11:6). Al igual que Caín, podemos levantar un altar y colocar
sobre él los primeros frutos, pareciendo ser un sacrificio aceptable en sí;
pero si carece de la sal de la fe, allí quedará. No será aceptado por Dios
porque sin fe es imposible agradarle. Traigan un hombre, quien toda su vida ha
invertido su salud y sus fuerzas en sus prójimos. Muéstrenme un servidor
público que ha cumplido su deber a cabalidad; que ha trabajado día y noche, aun
a expensas de su salud, porque creía que su patria esperaba que cada uno
cumpliera su deber y él quiso hacerlo. Traigan a aquel otro hombre, déjenme ver
sus obras de caridad, su gran benevolencia, su profusa generosidad. Cuéntennos
que siempre ha trabajado para su país con perseverancia y luego, si no puede
contestar esta pregunta: “¿Cree usted en el Hijo de Dios?”, tendremos que
decirle con toda sinceridad que no ha hecho ni una buena obra en toda su vida,
en lo que a Dios se refiere.
Por
otra parte, cuando tenemos fe en Dios y realizamos nuestras obras con las
mejores motivaciones, aun así, no contamos ni siquiera con una sola buena obra,
hasta que sea rociada con la sangre de Cristo.
Cuando observamos todo lo
que hemos hecho en nuestra vida, ¿podemos encontrar siquiera una cosa que nos
atrevamos a llamar buena sin que la sangre de Cristo la haya cubierto?
Admitamos que tiene algo de bueno —porque el Espíritu la puso en nuestra alma—
pero también tiene mucho de malo. Aun nuestras mejores acciones están tan
estropeadas, manchadas y arruinadas por los pecados e imperfecciones en ellas,
que no nos atrevemos a llamarlas buenas hasta que Jesucristo las haya rociado
con su sangre y les haya quitado las manchas. Oh, cuántas veces he cavilado:
“¡He trabajado para predicar la Palabra de Dios! ¡No he dejado de hacerlo
siempre delante de amigos o enemigos, y espero no haber dejado de declarar todo
el consejo de Dios!”. Y aun así, amados, cuántos de esos sermones no han sido
buenas obras en absoluto porque no tenía puestos mis ojos en honrar al Señor en
ese momento, o porque no había fe implícita en ello. He predicado con
desaliento, con el ánimo por los suelos o quizá con un propósito natural de
ganar almas. Porque a menudo hemos temido, aun cuando nos regocijábamos de ver
almas convertidas, que quizá lo hicimos con una motivación mala, como honrarnos
a nosotros mismos para que el mundo dijera: “¡Miren cuántas almas lleva al
Señor!”. Aun cuando la Iglesia se reúne para hacer obras santas, ¿no han notado
que se mete sigilosamente algo egoísta, como el deseo de exaltar a nuestra
propia iglesia, glorificar a nuestros propios hermanos y darnos importancia?
Estoy seguro, amados, que si
se detienen y rompen en pedazos sus buenas obras, encontrarán tantos puntos
malos en ella que se tienen que deshacer del todo y empezar de nuevo. Hay
tantas manchas morales en ellas, que necesitan ser lavadas en la sangre de
Cristo para que vuelvan a servir para algo.
Y
ahora, amados, ¿creen que acaso cuentan con alguna buena obra? “
¡Oh!”, responden ustedes:
“Me temo que no tengo muchas buenas obras o, mejor dicho, sé que no tengo
ninguna. Pero gracias a su amor, el Dios que aceptó mi persona en Cristo,
también acepta mis obras en Cristo. Y a Aquel que me bendijo en él para ser una
vasija escogida, le ha agradado aceptar lo que él mismo puso en la vasija ‘para
alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado’”
(Ef. 1:6).
Y ahora, usted el moralista5,
que está convencido de que es justo, si lo que he dicho es cierto, ¿dónde está
su santidad? Usted está diciendo: “Soy un hombre caritativo”. ¡Admitamos que lo
es! Le digo que vaya y apele a sus prójimos y que sean ellos quienes le paguen
por su caridad. Dice usted: “Ay, pero soy un hombre consecuente y de buena
moral, soy un gran orgullo para el país. Si todo actuaran como yo ¡cómo se
beneficiaría este mundo y esta generación!”. Por supuesto, ha servido a su
generación. Entonces, mándele la factura a su generación. Le digo que ha
trabajado en vano. Le advierto que ha echado semillas al viento y es muy
posible que siegue torbellinos. Dios no le debe nada. No ha vivido usted para
su honra. Tiene que confesar sinceramente que no ha realizado ni una acción con
el deseo de agradarle. Ha trabajado para agradarse a usted mismo, esa ha sido
la motivación más elevada que ha tenido… Y en cuanto a sus buenas obras, ¿dónde
están? ¡Ah! Son producto de su imaginación y pura ficción, motivo de risa y una
fantasía. ¿Buenas obras en los pecadores? No existen. Agustín bien dijo: “Las
buenas obras, como las llaman, en los pecadores no son más que pecados
espléndidos”. Esto se aplica a las mejores obras del mejor de los hombres que
no es de Cristo. No son más que pecados espléndidos, pecados barnizados. ¡Dios
les perdone, queridos amigos, por sus buenas obras! Si no están en Cristo,
tienen una necesidad muy grande de ser perdonados por sus buenas obras como por
las malas porque considero que las dos son igualmente malas, si son pasadas por
un cedazo.
De
un sermón predicado en la mañana del domingo, 16 de marzo de 1856, en New Park
Street Chapel, Southwark. Reimpreso por Pilgrim Publications.
Charles
H. Spurgeon (1834-1892): Pastor bautista inglés influyente, el predicador más
leído de la historia, aparte de los que se encuentran en las Escrituras. Nacido
en Kelvedon, Essex, Inglaterra.
1 Pacto de gracia – El
propósito eterno de redención, concebida por Dios por su gracia antes de la
creación del mundo, anunciada por primera vez en Génesis 3:15, revelada
progresivamente a través de la historia, lograda en la Persona y obra de
Jesucristo, y apropiada por fe en él.
2 Pacto de obras – El pacto
que Dios estableció con Adán en el huerto del Edén antes de caer en pecado.
Establecía la obligación del hombre de obedecer a Dios y la pena de muerte para
la desobediencia (Gn. 2:16-17).
3 Legalismo – Confiar en las
obras para salvación, en lugar de la gracia de Dios en Cristo. 4 Justificación
– “La justificación es un acto de la libre gracia de Dios, mediante la cual
perdona nuestros pecados y nos acepta justo antes sus ojos, solamente en virtud
de la justicia de Cristo que nos es imputada y que recibimos solamente”
—Catecismo Menor de Westminster, P. 33. S
4 Portavoz de la Gracia •
Número 20
5 Moralista – El que vive o
enseña un sistema de ética natural; simplemente alguien de buena moral.
Fuente: Extracto de "Buenas obras" Portavoz de la
Gracia No. 20.
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