Hay un tipo “extraño” de evangelio, que me dice que soy un campeón, que yo puedo con todo, que todo merezco, que las huestes celestiales están a mi disposición, un evangelio que más que ser pregonado por predicadores, parece ser impartido por un coaching motivacional.
Un evangelio que me coloca
como el protagonista y centro de todo y pone a Dios como un "mandadero
celestial" obligado a cumplir con todo lo que "decrete con mi
boca".
Y lo llamo, “evangelio raro”,
porque es tan agradable escucharlo, es tan melodioso al oído, inyecta una dosis
de euforia instantánea, dota a la gente de emocionalismo puro, pero no logra un
cambio y un arrepentimiento genuino en las personas, es tan dañino que hace que
la gente ame las cosas de este mundo y busque la comodidad en una tierra en la
que solo somos forasteros, es como el gas sarín, invisible e inodoro, que te
mata sin darte cuenta.
Particularmente prefiero, un
evangelio realista, un evangelio que no me prometa una vida utópica en la
tierra, prefiero el evangelio que me dice: “en el mundo tendréis aflicciones,
pero confiad que Yo he vencido”.
Prefiero un evangelio que me
quite toda esperanza en mis fuerzas y habilidades, un evangelio que me haga
perder toda fe en la humanidad, y me haga depender de Dios.
Todo cristiano debería de
hacer una oración tan piadosa como la de Salomón cuando dijo, “no me des
pobreza ni riquezas; mantenme con el pan necesario, no sea que me sacie, y te
niegue, y diga ¿quién es Jehová?”
No digo que Dios no de
riqueza, bien dijo David: “... No he visto justo desamparado, ni su
descendencia que mendigue pan”, pero estás no deben ser nuestro fin como
seguidores de Jesús, no debemos amar más las bendiciones que al que bendice,
debemos amar a Dios por lo que Él es y no por lo que da.
La belleza del evangelio no
radica en obtener cosas perecederas, ni cosas que no trascienden en la
eternidad, su belleza radica en la esperanza bienaventurada de su venida para
morar allá con Él, donde ya no habrá llanto, ni tristeza, ni dolor.
Por mi parte seguiré diciendo,
sin Dios, nada puedo, nada tengo, nada soy, mi oración seguirá siendo: “Señor
no me hagas el mejor o un experto en lo que hago, para así siempre depender de
Ti”.
Seguiré prefiriendo el
evangelio que me diga que, sin Dios yo estaría comiendo alimento de cerdos en
el mundo como el hijo pródigo, que sin Dios solo soy como el pueblo de Israel,
cobarde e incapaz de salvarse así mismo frente a Goliat, que sin Dios, soy como
Bartimeo el ciego que daba voces a la salida de Jericó diciendo: “¡Jesús hijo de
David ten misericordia de mí!”, seguiré anhelando el evangelio que me haga ver
que no soy un súper hombre, pero que al seguir a Jesús un día seré perfeccionado
en el cielo.
Me identifico con una frase de
un predicador que dice: “me consideraba justo y bueno, hasta que el Señor me
expuso al evangelio”, así siempre tendré un recordatorio constante de que soy
solo un pobre inmerecedor de la gracia y que no debo amar el mundo y las cosas
que en él hay y que las aflicciones son necesarias para anhelar fervientemente
mi morada celestial.
Bendiciones.
De autor indeterminado
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