7 nov 2019
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Por que Dios permite el dolor
Por qué un Dios bueno permite el dolor personal?
Por qué un Dios bueno permite el dolor personal?
Cómo
transformó mi vida el sufrimiento
Crecí
en una familia musulmana devota y respetable. Para mí, abrazar la fe
cristiana fue la decisión más dolorosa de mi vida, no solo a nivel intelectual,
sino a nivel personal, porque sabía que significaba sacrificar todo lo que
había conseguido en la vida hasta ese momento.
Con
frecuencia había escuchado predicaciones que enseñaban que “convertirte en
cristiano te transformará la vida”, en el sentido positivo. Sabía que, en mi
caso, sería justo lo contrario: solo convertiría mi vida en una pesadilla. Por
eso tenía que saber cuál era la verdad.
Cierto
día del verano de 2005, estando convencido ya de que la evidencia histórica
apuntaba a favor de Jesús, me di cuenta de que ya no creía en el islam. Pero
sabía que ir un paso más allá y decir, “cueste lo que cueste, abrazaré la fe
cristiana” conllevaría un sufrimiento significativo.
El
sufrimiento que me esperaba era mi mayor obstáculo para creer en Jesús. Mi madre era nieta e hija de misioneros musulmanes.
Mi padre venía de la tribu Quraysh, que es la tribu del mismísimo Mahoma, y
esto era un orgullo. Cuando mis padres vinieron a occidente se dedicaron a
servir a la comunidad musulmana; todo su tiempo se centraba en el islam.
En
occidente cuesta entender que muchos países de todo el mundo se basan en
paradigmas de honra y deshonra. Si abrazaba la fe cristiana no solo estaría
arriesgando mis relaciones con todas las personas de mí alrededor, sino también
las de mis padres, que tanto me amaban y tanto habían sacrificado por mí. Sería
como si embarrara su reputación.
Recuerdo
leer en Marcos 10:29-30 que Jesús lo entendía, que esto era un suceso común
incluso en su época: “―Os aseguro —respondió Jesús— que todo el que por mi
causa y la del evangelio haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre,
hijos o terrenos recibirá cien veces más ahora en este tiempo (casas, hermanos,
hermanas, madres, hijos y terrenos, aunque con persecuciones); y en la edad
venidera, la vida eterna”.
Cuando
leí ese texto, ya sabía intelectualmente que la evidencia apuntaba firmemente a
favor de que Jesús era Dios hecho hombre, diciéndonos, “Si sufres por mi causa,
te recompensaré enormemente”. De hecho, el capítulo 10 de Mateo decía que si
querías servir a Cristo, tenías que estar preparado para sufrir: “El que quiere
a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo
o a su hija más que a mí no es digno de mí”.
En
esa época en la que me dediqué a investigar muchas de estas preguntas y luchaba
con mi fe estaba estudiando medicina. La mayoría de la gente que me rodeaba era
atea o agnóstica. Eran personas que habían sido formadas en un entorno secular,
y eran tremendamente competentes; es decir, eran muy autosuficientes, que a su
vez significaba que intentaban explicar el mundo de manera que pudieran retener
el control de su propia vida. Todos veían el mundo a través de ese paradigma.
Pero
me di cuenta del problema de este paradigma cuando hice las prácticas en
psiquiatría. Tratamos a un hombre que había cruzado la autopista y se había
lanzado de cabeza hacia un camión que se aproximaba. Mientras nos ocupábamos de
volver a encajar las piezas rotas de su cuerpo, le preguntamos qué había
pasado, y nos dijo, “me ha dejado mi mujer”. Daba igual cuánto intentáramos
curarle el cuerpo, sabía que, a menos que abordáramos lo que había en su
corazón y en su mente, volvería a intentar quitarse la vida. Y ninguna de las
personas con las que me había formado tenía la preparación adecuada para tratar
su corazón o su mente.
¿Qué
razones le das a alguien para seguir viviendo? ¿Por qué decirle a alguien, “No te suicides”? ¿Qué
razón le podemos dar, si lo único que les hemos dicho es que la vida es un mero
accidente, que simplemente has evolucionado a partir de mezclas químicas,
tiempo y azar, y eso es todo lo que eres? Si no lo estás pasando bien, ¿por qué
no acortar el tiempo? Nadie me daba respuestas sólidas.
Desde
el punto de vista ateo, entonces, el sufrimiento se convierte en un verdadero
problema. Intentas ocultarlo, intentas esconderte de él, intentas incrementar
tu placer, pero en realidad nada aborda la realidad de ese sufrimiento. Nada
hace que ese sufrimiento sea malo si no existe una moral objetiva. Da igual lo
que sufras, no importa. Desde el paradigma ateo, si estás sufriendo un
holocausto, no puedes identificarlo como algo malo.
Desde
la perspectiva del ateísmo y el agnosticismo, el problema del sufrimiento se
vuelve inextricable. Pero yo no era ni ateo ni agnóstico, era musulmán. Desde
mi perspectiva, lo que hacía que el sufrimiento fuera soportable durante un
tiempo era que era una prueba que Alá nos proporcionaba. Si era su voluntad que
navegáramos a través de esta prueba, podíamos rogar que su gracia nos
sostuviera.
Puede
que hayas oído que el islam es una religión sin gracia, pero eso es una
caricatura. Rezábamos siempre por la gracia de Alá. Pero la fe
cristiana no tiene parangón cuando se trata de abordar el problema del mal y el
sufrimiento.
Como
musulmán que empezaba a darme cuenta de la verdad del evangelio, mi punto de
partida era la creencia que después de que Dios creara el mundo, se apartó y se
dedicó a observar y juzgar. Puede que contestara tus plegarias, pero en última
instancia te estaba observando para ver cuánto podías agradarle, para que al
final tal vez pudieras (o no) llegar al cielo.
Cuando
me percaté de la verdad del evangelio, encontré que el Dios cristiano,
sabiendo que no éramos capaces de salvarnos a nosotros mismos,
estuvo dispuesto a entrar en este mundo. Este no era un Dios que se
apartaba y observaba cómo sufríamos. Era un Dios que se remangaba, dejaba su
trono, y les decía a los ángeles, “voy a entrar en este mundo como bebé”.
El
creador del universo, que hizo que existiera con sus palabras y su aliento,
entra en el mundo como bebé indefenso, nacido a dos jóvenes acusados de una
relación ilegítima, y todo esto en una sociedad de honra y deshonra, no
olvidemos.
A
medida que Jesús crece, ¿qué hace? Vive como carpintero, trabajando con sangre,
sudor y lágrimas. Este es el creador del universo, trabajando como obrero.
Traba amistad con pescadores, recaudadores de impuestos y personas que no
ocupan los niveles más altos de honra y dignidad. Invierte en ellos, viviendo
con ellos día y noche, yendo de lugar a lugar con ellos, sabiendo que le van a
traicionar. Uno de ellos le traicionará con un beso.
Acabaría
en un poste donde le azotarían, y después sería crucificado. Ponemos cruces por
todas partes; muchos cristianos las llevan puestas, pero puede que no
reflexionemos sobre lo dura que es la imagen de una cruz. La crucifixión se
diseñó como la manera más dolorosa y humillante de morir que jamás había
existido. Cícero nos dice que la piel les colgaba en jirones; que tan solo del
proceso de los latigazos se les podían salir los intestinos. Se les amarraba a
un trozo de madera lleno de astillas; con cada respiración esa madera les
raspaba la espalda y se la dejaba en carne viva.
El
creador del universo hizo eso por nosotros. Este es el mensaje cristiano: Dios
sufre con nosotros. Sufre por nosotros,
muriendo en la cruz para que podamos tener vida eterna. El mensaje de
gracia y amor incondicional que fluye del Dios trinitario —y que solo puede
fluir del Dios trinitario— es el mensaje que sanará este mundo.
El
sufrimiento no es el ideal de Dios, pero Él puede usarlo todo para su gloria.
Si estás sufriendo, puede usarlo para su gloria porque Él redime el
sufrimiento.
En
el islam, Alá puede pasar por alto lo que quiera. ¿Luchas con adicciones? Reza
y a lo mejor Alá lo pasará por alto si quiere. El Dios cristiano lo redime.
No solo te rescata, sino que además te dice, “ahora ve y rescata a otros con la
gracia que te he dado”.
Él
redime tu sufrimiento. Él puede utilizar cualquier cosa por la que estés
pasando para liberar a los demás. Es a libertad que Cristo nos llamó, y libera
a los demás a través de nosotros, y por ello nos llama a unirnos a Él en ese
sufrimiento.
Traducción
adaptada de esta charla de Nabeel. Si quieres conocer más sobre la dramática
historia de Nabeel y su conversión del islam al cristianismo, su libro
“Defendiendo a Alá, llegué a Jesús” (ed. Ciudadela) es un gran punto de
partida.
Fuente: Fundación RZ
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