13 ene 2019
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La antigua cruz frente a la nueva cruz
La antigua cruz frente a la nueva cruz
A. W. Tozer
Sin anunciar y casi sin ser
detectada, ha entrado en el círculo evangélico una cruz nueva en tiempos
modernos. Se parece a la vieja cruz, pero no lo es; aunque las semejanzas son
superficiales, las diferencias son fundamentales.
Mana de esa nueva cruz una
nueva filosofía acerca de la vida cristiana, y de aquella filosofía procede una
nueva técnica evangélica, con una nueva clase de reunión y de predicación. Ese
evangelismo nuevo emplea el mismo lenguaje que el de antes, pero su contenido
no es el mismo como tampoco lo es su énfasis.
La cruz vieja no tenía nada
que ver con el mundo, para la orgullosa carne de Adán, significaba el fin del
viaje. Ella ejecutaba la sentencia impuesta por la ley del Sinaí. En cambio, la
cruz nueva no se opone a la raza humana; antes al contrario, es una compañera
amistosa y, si es entendida correctamente, puede ser fuente de océanos de
diversión y disfrute, ya que deja vivir a Adán sin interferencias. La
motivación de su vida sigue sin cambios, y todavía vive para su propio placer,
pero ahora le gusta cantar canciones evangélicas y mirar películas religiosas
en lugar de las fiestas con sus canciones sugestivas y sus copas. Todavía se
acentúa el placer, aunque se supone que ahora la diversión ha subido a un nivel
más alto, al menos moral aunque no intelectualmente.
La cruz nueva fomenta un
nuevo y totalmente distinto trato evangelistico. El evangelista no demanda la
negación o la renuncia de la vida anterior antes de que uno pueda recibir vida
nueva, predica no los contrastes, sino las similitudes; intenta sintonizar con
el interés popular y el favor del público, mediante la demostración de que el
cristianismo no contiene demandas desagradables, antes al contrario, ofrece lo
mismo que el mundo ofrece pero en un nivel más alto. Cualquier cosa que el
mundo desea y demanda en su condición enloquecida por el pecado, el evangelista
demuestra que el evangelio lo ofrece, y el género religioso es mejor.
La cruz nueva no mata al
pecador, sino que le vuelve a dirigir de nuevo en otra dirección. Le asesora y
le prepara para vivir una vida más limpia y más alegre, y le salvaguarda el
respeto hacia sí mismo, es decir, su “auto-imagen” o la “opinión de sí mismo”.
Al hombre lanzado y confiado le dice: “Ven y sé lanzado y confiado para
Cristo”. Al egoísta le dice: “Ven y jáctate en el Señor”. Al que busca placeres
le dice: “Ven y disfruta el placer de la comunión cristiana”. El mensaje
cristiano es aguado o desvirtuado para ajustarlo a lo que esté de moda en el
mundo, y la finalidad es hacer el evangelio aceptable al público.
La filosofía que está detrás
de esto puede ser sincera, pero su sinceridad no excusa su falsedad. Es falsa
porque está ciega. No acaba de comprender en absoluto cuál es el significado de
la cruz.
La cruz vieja es un símbolo
de muerte. Ella representa el final brutal y violento de un ser humano. En los
tiempos de los romanos, el hombre que tomaba su cruz para llevarla, ya se había
despedido de sus amigos, no iba a volver, y no iba para que le renovasen o
rehabilitasen la vida, sino que iba para que pusiesen punto final a ella. La
cruz no claudicó, no modificó nada, no perdonó nada, sino que mató a todo el
hombre por completo y eso con finalidad. No trataba de quedar bien con su
víctima, sino que le dio fuerte y con crueldad, y cuando hubiera acabado su
trabajo, ese hombre ya no estaría.
La raza de Adán está bajo
sentencia de muerte. No se puede conmutar la sentencia y no hay escapatoria.
Dios no puede aprobar ninguno de los frutos del pecado, por inocentes o hermosos
que aparezcan ellos a los ojos de los hombres. Dios salva al individuo mediante
su propia liquidación, porque después de terminado, Dios le levanta en vida
nueva.
El evangelismo que traza
paralelos amistosos entre los caminos de Dios y los de los hombres, es un
evangelio falso en cuanto a la Biblia, y cruel a las almas de sus oyentes. La
fe de Cristo no tiene paralelo con el mundo, porque cruza al mundo de manera
perpendicular. Al venir a Cristo no subimos nuestra vida vieja a un nivel más
alto, sino que la dejamos en la cruz. El grano de trigo debe caer en tierra y
morir.
Nosotros, los que predicamos
el evangelio no debemos considerarnos agentes de relaciones públicas, enviados
para establecer buenas relaciones entre Cristo y el mundo. No debemos imaginarnos
comisionados para hacer a Cristo aceptable a las grandes empresas, la prensa,
el mundo del deporte o el mundo de la educación. No somos mandados para hacer
diplomacia sino como profetas, y nuestro mensaje, no es otra cosa que un
ultimátum.
Dios ofrece vida al hombre,
pero no le ofrece una mejora de su vida vieja. La vida que El ofrece es vida
que surge de la muerte. Es una vida que siempre está en el otro lado de la
cruz. El que quisiera gozar de esa vida tiene que pasar bajo la vara. Tiene que
repudiarse a sí mismo y ponerse de acuerdo con Dios en cuanto a la sentencia
divina que le condena.
¿Qué significa eso para el
individuo, el hombre bajo condenación que quisiera hallar vida en Cristo Jesús?
¿Cómo puede esa teología traducirse en vida para él? Simplemente, debe
arrepentirse y creer. Debe abandonar sus pecados y negarse a sí mismo. ¡Que no
oculte ni defienda ni excuse nada! Tampoco debe regatear con Dios, sino agachar
la cabeza ante la vara de la ira divina y reconocer que es reo de muerte.
Habiendo hecho esto, ese
hombre debe mirar con ojos de fe al Salvador; porque de Él vendrá vida,
renacimiento, purificación y poder. La cruz que acabó con la vida terrenal de
Jesús es la misma que ahora pone final a la vida del pecador; y el poder que resucitó
a Cristo de entre los muertos, es el mismo que ahora levanta al pecador
arrepentido y creyente para que tenga vida nueva junto con Cristo.
A los que objetan o
discrepan con esto, o lo consideran una opinión demasiada estrecha, o solamente
mi punto de vista sobre el asunto, déjame decir que Dios ha sellado este
mensaje con Su aprobación, desde los tiempos del Apóstol Pablo hasta el día de
hoy. Si ha sido proclamado en estas mismísimas palabras o no, no importa tanto,
pero sí que es y ha sido el contenido de toda predicación que ha traído vida y
poder al mundo a lo largo de los siglos. Los místicos, los reformadores y los
predicadores de avivamientos han puesto aquí el énfasis, y señales y prodigios
y repartimientos del Espíritu Santo han dado testimonio juntamente con ellos de
la aprobación divina.
¿Nos atrevemos, pues, a
jugar con la verdad cuando somos conocedores de que heredamos semejante legado
de poder? ¿Intentaríamos cambiar con nuestros lápices las rayas del plano
divino, el modelo que nos fue mostrado en el Monte? ¡En ninguna manera!
Prediquemos la vieja cruz, y conoceremos el viejo poder.
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